Poder y política

Admitámoslo: si hoy un candidato político ofreciera en campaña eliminar la impuntualidad, simple y sencillamente, no ganaría. Y casi seguro que sería criticado y

Admitámoslo: si hoy un candidato político ofreciera en campaña eliminar la impuntualidad, simple y sencillamente, no ganaría. Y casi seguro que sería criticado y hasta acusado, cualquiera fuera el método propuesto. Como sociedad, así funcionamos y aunque todos sabemos que está mal, que en los países desarrollados es mal vista y que es un rasgo más de irrespeto, ineficiencia y de incultura, aún así la toleramos; convivimos con ella; la comenzamos a querer y hasta la defendemos. Preferimos no cambiar porque, como en cualquier sociedad, todo cambio es temido. 

Responsabilizamos a los políticos profesionales de todos nuestros males; los acusamos de ineficientes, corruptos, “comprados”, estamos hartos de ellos. Pero casi nunca nos responsabilizamos de nuestros errores como sociedad, ni nos acusamos por nuestras malas costumbres; como por ejemplo, la corrupción de funcionarios, desde el empleado de ventanilla, pasando por inspectores y policías, hasta nuestros máximos representantes políticos. Y todos cometemos también los mismos actos inmorales y corruptos a pequeña escala, en el trabajo, en el sindicato, en el barrio y en el hogar; y muchas veces, los justificamos diciendo que son necesarios para sobrevivir en el sistema.

 

Los partidos políticos son estructuras piramidales cuya base, incluida la frondosa burocracia estatal, si está corrupta, los mantiene en pie. Por eso es que cuando un ciudadano tiene que denunciar…se queda solo; muchos de los que rodean al denunciante tienen intereses o temores, por lo que es más conveniente la indiferencia o el silencio. Y no significa necesariamente que la mayoría participa directamente en el acto ilícito; de hecho, casi siempre es una minoría. Este escenario es aprovechado por los oportunistas que surgen, desde luego, de la misma sociedad que critica esas prácticas; hábilmente parasitan el sistema y establecen procedimientos, leyes y reglamentos a su medida, que solo ellos interpretan y aplican a su conveniencia. La democracia se deforma y degenera; los intereses del grupo de autoridades, gobernantes y legisladores −elegidos por nosotros mismos, que sabemos cómo son y cuáles son sus métodos−, dejan de ser los intereses de las mayorías. Esto ocurre desde niveles básicos del Estado, hasta los poderes de la república. Lo que realmente funciona bien en el país, lo hace a pesar de autoridades ineptas y leyes mal hechas,  no gracias a ellas. 

Esta usurpación del poder por los políticos a la sociedad es peligrosa. Históricamente, algunos países han pagado este error con la perpetuación de injusticia, marginación, pobreza y frustración; otros han terminado en miseria humana, como la dictadura-capitalista cubana, con disfraz de comunista. El cambio político no tiene que hacerse cambiando constituciones, leyes y reglamentos, porque son innumerables e inextricables; y porque lo tendrían que hacer estos mismos “representantes”, que, en realidad, ya no representan a nadie, excepto a ellos mismos. Es a la inversa: tiene que hacerse con el poder que cada uno tiene para que mejoren, bajo las mismas leyes, nuestros hogares, las escuelas, las universidades, los sindicatos, las empresas, las instituciones y finalmente, los poderes del Estado. El poder lo tiene cada ciudadano; con su poder, puede evitar que ganen las elecciones sujetos de mal prontuario político (y policial) y elegir representantes que den el ejemplo; puede conducirse en forma correcta en su vida social y familiar; puede hacer su trabajo de la mejor manera posible; puede denunciar lo que todos saben que está ocurriendo mal con una licitación o con un contrato; y hasta puede también proponerse ser puntual en todos sus compromisos. Puede.

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