Al final nos invitaron a almorzar y me tocó compartir mesa con doña Carmen y don Beto. ¡Qué tertulia, qué rejuego lingüístico inolvidable ante semejantes maestros de la palabra! A la hora de un buen café nos percatamos que llevábamos dos horas allí sentados. Fue entonces que reconocí al conversador y al escritor enjundioso. De hecho el asunto central de la plática giraba alrededor de un aserto del señor Cañas: el tico promedio no sabe expresarse, perdió el don de la palabra y por ende su identidad; “no sabe ni saludar por teléfono”.
Me dijo no haber leído nada mío, solamente un poema que le había dedicado al poeta nicaragüense José Coronel Urtecho (El tigre está en los ojos) y que se había publicado en la Revista Nacional de Cultura de la UNED, donde él oficiaba como Presidente del Consejo Editorial. Entonces le envié la primera edición de mi primera novela Los ojos del antifaz con un poco de timidez y pesimismo, dado el trasfondo ideológico de la misma. A la semana siguiente apareció una reseña en su columna Chisporroteos. Comprendí entonces la calidad humana y la capacidad de lectura que tenía don Beto: era insaciable y por tanto un erudito en literatura nacional. En esos años conocía casi todo lo que se publicaba en el país.
Desde aquel día don Beto (podía permitirme ya esa familiaridad) no dejó de saludarme ni de interesarse por lo que yo escribía. Más adelante compartimos otras mesas y tribunas. Vino tres o cuatro veces más al TEC donde laboro y alguna vez lo acompañé hasta su casa. Discutimos, polemizamos, rabiamos, pero nunca se enojó ni tampoco dio el brazo a torcer; sus principios eran inalterables y no se salía de su visión socialdemócrata figuerista (la del viejo don Pepe, se comprende), y de su vallecentrismo liberal.
Si algo tenía don Beto era una capacidad de escucha grande, todo lo agarraba al vuelo. En una ocasión intentó decirme algo que ya venía rumiando a partir de la huelga de educadores de 1995, cuando el hijo de don Pepe y su gobierno nos birlaron nuestras pensiones, y de las marchas en contra del Combo-ICE: “si ustedes los de las izquierdas quieren ser revolucionarios, deben defender las instituciones del Estado y las reformas de los 40”. En otro momento, en la Casa Cultural Amón del TEC en San José, se enfrascó en una discusión con algunos militantes del Frente Amplio. Esa noche dijo algo memorable, algo así como: “miren, si a alguien respeto yo es a Fidel Castro, porque siempre ha sostenido sus posiciones y que yo sepa nunca ha robado, y eso es muy importante en un líder revolucionario”. A la salida me comentó: “¿sabés que es lo más jodido?, que yo hoy me siento más de izquierdas que algunos comunistas, qué fregado, ¿no?”.
Hoy, luego de su repentina muerte, como en vida, podemos disentir del pensamiento de don Alberto Cañas y de algunas de sus diatribas, pero jamás podremos, al menos quien esto escribe, cobrarle alguna incorrección ética o moral (aunque sus pulguitas tuvo; alguna vez habré de contar una que otra anécdota referida por doña Carmen Naranjo). Lo más impresionante fue su lucidez y su vehemencia a toda prueba y hasta el mismo día de su defunción. “Y nunca he hecho ejercicio”, apostillaba cuando se le piropeaba su buen estado de salud.
Era todo un caballero a pesar de la imagen de intolerante y cascarrabias con que a menudo se le caricaturizó.