Borges: el fin de la eternidad

Este es un acercamiento al sentir del universo de J. L. Borges (1889-1986) en su espíritu y, por ende, en su entera visión poética.

Este es un acercamiento al sentir del universo de J. L. Borges (1889-1986) en su espíritu y, por ende, en su entera visión poética. Al igual que Platón, Borges reconoció a las ideas valor propio. Esto le permitió descubrir nuevos mundos, mundos en movimiento. Por eso los escritos borgianos son una interpretación argentina de lo universal o, dicho a la inversa, el trato argentino de las constantes literarias de los grandes temas de la humanidad, esto es, Borges recreando los grandes mitos.

A Borges no le obsesiona la teología sino la antropología, le interesa qué sea el ser humano en su destino. La reflexión borgiana surgió de un vasto brasero de dudas y es la belleza la que le ofrece la salvación del mundo. Para Borges nada supera la belleza, porque la belleza es divina, la suprema manifestación ontológica de la perfección y, como tal, antinómica, dual, contradictoria, apasionada y terrible.  Postular a Dios es consecuencia de la acción creadora enigmática  y contradictoria. La belleza no sólo es algo aterrador, su enigma le viene de batallar en la mente de Dios y, oblicuamente, en la mente del hombre.

En 1969, en el Prólogo, Borges se identificó con su primera obra, +Fervor de Buenos Aires, al afirmar: “Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman”. Su credo es uno que descree de los dogmas en literatura. Es simple: la imaginación creadora, llama de “perplejidades metafísicas”, en busca del asombro, una relación fantástica con el mundo, mitológica. En consecuencia, las claves borgianas son la poesía intelectual y el relato fantástico. Como los metafísicos de Tlön (+Tlön, Uqbar, Orbis Tertius), no busca la verdad sino el asombro: honestidad intelectual en virtud de la imposibilidad de que una mente finita agote las razones –paradojas− del universo inconmensurable, pues la verdad es una convención que complace a los dóciles y vuelve escépticos a los pesimistas.

Así el embotamiento de la conciencia es fiel al asedio de los misterios en que está la razón: no los puede penetrar ni tampoco abandonarlos. Es una lucidez impotente, es el insomnio, atroz e intolerable, es la vigilia de la razón, como en +Funes el memorioso (lo contrario, el sueño, es el olvidarse de los objetos, de sí mismo, es dormirse). Por ello despertar a alguien “es inquietar su eternidad” (+La cifra), pues “esta vigilia desconsolada ya es el Infierno, esta vigilia sin destino será mi eternidad” −nos dice−, una eternidad inmanente: “No hay más que una sola tarde/ la única tarde de siempre” (+Textos recobrados). Atrapada en su oquedad, la vigilia insomne es terrible por la imposibilidad de dormir (esto es, dejar de ser) y de pensar (vivir con sentido, hacer algo). Cuando despertamos, pasamos de los sueños al sueño compartido (+El otro, el mismo). Y aparece el tiempo a la conciencia, la erosión implacable del tiempo, un dios solitario y hambriento como un Cronos, hay que conquistar/preservar la realidad presente que, para ser auténtica, debe ser eterna. El objetivo es redimir al instante de la temporalidad: conquistar la eternidad. El tiempo nos ha agraviado con esta “inmortalidad infatigable” que tiene en sus manos la llave del asombro (+Fervor de Buenos Aires): no que todo cambie, sino que algo permanezca inmóvil, como el mar: “Antes que el sueño (o el terror) tejiera/ mitologías y cosmogonías,/ antes que el tiempo se acuñara en días,/ el mar, el siempre mar, ya estaba y era/” (+El mar).

La especulación sobre la vida más allá de la muerte ha ido fatigándose con los años. Si el tiempo fuera un eterno retorno, sería una pesadilla, la peor de todas, pues los males de lo temporal no quedarían superados y menos se restablecería la justicia que se echa de menos en este mundo. El eterno retorno es la nefasta promesa de que los dolores y tedios de esta vida vendrían una y otra vez a atormentarnos siempre (+El tiempo circular). El eterno retorno es perverso, el peor de los infinitos mundos posibles y una forma deslucida de concebir la eternidad, en cuanto repite o proyecta todo a un ámbito intemporal pero condicionado por lo temporal. Por eso Borges quiere “morir del todo” (+Elogio de la sombra), morir bien muerto. ¿Para qué una puerta de salida de este mundo (la muerte) que coincida con la puerta de entrada (nacer para volver a morir)? A Borges no le interesa salvar lo que ocurre en el tiempo, sino +salvarse del tiempo mismo.

El mal no es un holograma, una ficción, ya que cualquier dolor es vívido. Precisamente porque este existe, Borges se cree en derecho de llamar a juicio al Dios cristiano para echarle en cara los males de este mundo y condenarle a la pena de inexistencia (J. Arana). Dios, según los heresiarcas y de quienes Borges se hace eco, está lejos de nosotros más de lo que sospechamos. El Dios teísta, despreocupado del mundo como el relojero que solamente lo echa a andar, no le importa si creemos o no en él: “Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos” (+Elogio de la sombra). El mal sigue haciéndonos sangrar, y el Paraíso perdido sigue siendo una añoranza. Si el mal es un problema, el Infierno es una abominación: el dolor carnal eterno es una perversión estrafalaria y es una irreligiosidad creer en él (+La cifra). Ya es suficiente con el mal que vemos. Neguemos al menos el mal que no vemos –es decir, el Infierno−. De Dios es la memoria, nuestra es la escoria (+El otro, el mismo). En todo caso, “¿qué mejor don que ser insignificantes podemos esperar, qué mayor gloria para un Dios que la de ser absuelto por el mundo?” (+Una vindicación del falso Basílides).

No ha faltado imaginación a los teólogos al pensar la inmortalidad, aunque sí mesura. La idea de inmortalidad va acompañada de la de Infierno. Trascender la muerte implica o gozar la visión beatífica (+Historia de la eternidad) o quemarse eternamente sin que la carne se consuma. Cielo e Infierno están casados. La cuestión lógica inquietante es esta: si la culpa contra Dios, que es Infinito, atenta contra la majestad del Señor, entonces la pena debe ser infinita. Borges conjetura que no hay culpa venial, son imperdonables todas las culpas. Sin embargo, la voz ‘Infinito’, aplicada al Señor más bien significaría ‘incondicionado’ y, a la pena, ‘incesante’. La culpa no tiene vela en el asunto. Según Borges, decir lo contrario sería como sostener que “las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas”.

Al final quedará algo en nuestra mismidad que es la memoria, el espectral espejo del tiempo (+La rosa profunda), difuso y mortal. Esta memoria vacilante anda por los campos borgianos: Borges no acierta a recordar si se suicidó o no una noche en que hablaba con Macedonio Fernández sobre la insignificancia de la muerte (+El hacedor). Lo etéreo de la memoria también queda plasmado en el sueño. El olvido es una de las caras de la nada, en virtud de lo cual hay que procurar que el inevitable triunfo del olvido sea espontáneo.

Aparece la salvación. El destino de Borges es literario. Las palabras son el modo de rectificar el rumbo de la existencia. Esta estética es una ética que rescata del olvido, pues articula una biografía que se transfigura en +êthos. Como la obra de arte, la vida de cada hombre debe ser expresión de algo irrepetible. La vida es valiosa porque es única e irrepetible… “Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas” (+La esfera de Pascal).

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