El jefe de estación

Antón Chéjov murió en 1904. A 110 años de su muerte, la editorial Páginas de Espuma publica el primer volumen de Cuentos completos, una

Antón Chéjov murió en 1904. A 110 años de su muerte, la editorial Páginas de Espuma publica el primer volumen de Cuentos completos, una colección de cuatro volúmenes que reunirá más de 600 cuentos que componen la totalidad del corpus de Antón Chéjov, traducido por Paul Viejo.

De este maestro del cuento moderno ofrecemos un breve relato.

El jefe de la estación de ‘Drebiesgui’ se llama Stepán Stepánich y su apellido es Sheptunov. El verano pasado hubo un pequeño escándalo en torno a él, que aunque tuvo nula repercusión le salió bastante caro. Perdió la gorra nueva de su uniforme y la fe en la humanidad gracias a él.

En verano el tren número 8 pasaba por su estación a las dos y cuarenta de la madrugada. Es una hora poco agradable. En vez de dormir, Stepán Stepánich tenía que recorrer la plataforma y quedarse junto al telégrafo hasta que amanecía.

Aleútov, su ayudante, se marchaba cada verano a algún lugar por una boda, y al pobre Sheptunov le tocaba hacer guardia a solas. ¡Qué jugarreta del destino! Pero, pese a esto, no todas las noches se aburría. En ocasiones, de noche, venía a verlo María Ilínichna, la mujer del administrador Nazar Kutzapiétov, desde la hacienda vecina. No era una mujer particularmente joven, ni particularmente guapa, pero, caballeros, ¡en la oscuridad hasta un poste se confunde con un alguacil! Y además, el aburrimiento es hermano del hambre. Normalmente, cuando Kutzapiétov llegaba a la estación, Sheptunov la cogía de la mano, descendían hasta la plataforma y se dirigían hasta los vagones de mercancía. Y entre los vagones, esperando al tren número 8, se arrancaba con promesas hasta que se escuchaban los silbidos del tren. Una noche hermosa estaba él junto a María Ilínichna entre los vagones mientras esperaba el tren. La luna flotaba en silencio, casi de modo imperceptible, en un cielo sin nubes. Iluminaba con su luz la estación, el campo, la lejanía inabarcable. A su alrededor, todo tranquilo, en silencio. Sheptunov agarraba a María Ilínichna por la cintura y permanecía en silencio. También ella. Ambos disfrutaban de una dulce ausencia, silenciosa como la luz de la luna…

−¡Qué tiempo tan estupendo! −suspiraba Sheptunov de vez en cuando−. ¿No tienes frío?
Ella en vez de responder se acercaba más y más a la chaqueta de su uniforme.
A las dos y cuarenta minutos, el jefe de la estación miró el reloj y dijo:
−Está al llegar el tren−. Vamos a ver cómo pasa, Masha. Aquel que primero advierta las luces del tren será el que ame más tiempo… Vamos a verlo…

Fijaron su mirada en la profundidad de la lejanía. Dos pequeñas luces brillaban, tranquilamente, en algún lugar de la ruta. Todavía no se veía el tren. Mientras escrutaba la lejanía, Sheptunov vio otra cosa. Dos sombras alargadas que caminaban sobre las traviesas. Las sombras se dirigían hacia donde estaba, mientras se hacían más grandes y anchas. … Parecía que una de las sombras era la de una figura humana, mientras la otra era la de un largo palo que portaba la figura. La sombra estaba cerca. Enseguida se escuchó silbar Madame Angot.

−¡No se puede caminar por los raíles! Está prohibido…−gritó Sheptunov−. ¡Fuera de las vías!
−¡Menos enfadarse, escoria! −se escuchó como respuesta. Un ofendido Sheptunov se lanzaba hacia adelante cuando María Ilínichna lo agarró por el faldón.
−¡Por favor, Stiopa! −le susurró−. ¡Es mi esposo! ¡Nazarka!

Apenas había dicho eso cuando Kutzapiétov ya estaba frente al ofendido jefe de estación. El ofendido jefe de estación gritó, se había golpeado con algún hierro en la cabeza y caído bajo el vagón. Tras arrastrarse por debajo, salió corriendo por las vías. Saltando las traviesas, tropezando con los raíles, alocado como un perro que tuviera atado a la cola un palo con pinchos, voló hacia la torreta del agua…

−¿Qué tipo de palo llevará? −pensaba mientras corría.
Al llegar a la torreta se detuvo para reponer el aliento, pero unos pasos se escucharon en ese momento. Al girarse para mirar vio tras de sí la sombra de un hombre y de un palo que se movían rápidamente. Poseído por el pánico reanudó la carrera.
−¡Espere! ¡Deténgase! −escuchó, en la voz de Kutzapiétov detrás suyo−. ¡Deténgase! ¡Tenga cuidado! ¡El tren!

Al echar una ojeada por delante, Sheptunov vio ante sí el tren, con su par de ojos aterradores, incendiados… Los pelos se le erizaron… El corazón empezó a palpitar, pero de repente se le congeló… Reunió todas sus fuerzas y saltó directo hacia los ojos… Durante unos cuatro segundos voló por el aire, cayendo sobre algo duro e inclinado, y rodó hacía abajo mientras se agarraba a una planta. «Un terraplén −pensó−. No es nada. Mejor caer por un terraplén que recibir una paliza de un patán». Un minuto después una bota pesada y grande pisaba un charco junto a su oreja derecha. Unas manos tanteaban a su espalda…

−¿Es usted? −preguntaba la voz de Kutzapiétov−. ¿Es usted, Stepán Stepánich?
−¡Tenga piedad! −sollozó Kutzapiétov.
-¿Pero qué es lo que pasa, amigo mío? ¿Por qué se asusta? ¡Soy yo, Kutzapiétov! ¿Es que no me ha reconocido? Corría detrás de usted, corría. Le gritaba, gritaba. Por poco no me he caído bajo el tren, amigo mío… Cuando le vio salir corriendo también Masha se asustó, y ahora está rendida en la plataforma, sin sentido… ¿Puede ser que usted se asustara porque le llamé escoria? No se vaya a ofender… Lo confundí con el guardagujas…
−Ah, no se burle… Si se va tomar venganza, vénguese ya… Estoy en sus manos… −gimió Sheptunov−. Golpéeme… Déjeme incapacitado…
−Mmm… ¿Pero qué le pasa, compadre? ¡Si yo solo venía a verlo por un tema beneficioso! Corría para hablar de un asunto…

Kutzapiétov permaneció un poco en silencio, y continuó:
−Un asunto importante. Mi Masha me dijo que se confunde cuando, por placer, pasa junto a ella. No tengo nada contra eso, porque a mí, María Ilínichna, me da, en general, un poco lo mismo, pero si hay que ser justos, como yo soy, en cualquier caso, su marido, su guía, debería llegar a un acuerdo conmigo por escrito. El príncipe Mijaíl Dmítrich, cuando se confundía, me daba dos cuartos de rublo al mes. ¿Cuánto va a sacrificar usted? Un acuerdo es mejor que el dinero. Pero espere…
Sheptunov se detuvo. Al notarse destrozado, rendido, avanzó a duras penas hasta el terraplén…
−¿Cuánto gana usted? −prosiguió Kutzapiétov−. Le cobraré un cuarto… Y, de paso, quería preguntarle si no tendrá, por casualidad, un empleíllo para mi sobrino…

Sheptunov, sin mirar y sin escuchar, caminó hasta la estación con cierta torpeza, y se tumbó en la cama. Cuando se despertó al día siguiente no halló ni su gorra del uniforme ni su insignia.

Todavía está avergonzado.

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