La vida sexual de Catherine M.: literatura y erotismo

Platón insiste en que la educación hacia lo humano debe iniciarse en la lenta disciplina de los sentidos, o como dice él: tà erotiká.

Con una prosa fluida, con una memoria que recrea el pasado finamente, con un gusto por detallar su biografía sexual confiadamente –casi de manera clínica− y sin miedo al exceso, Catherine Millet conduce al lector, en La vida sexual de Catherine M., tomándolo de las manos por una sorprendente contabilidad de su intimidad como una experiencia natural, no pornográfica, pero sí sincera. Esta misma memoria se acerca autobiográficamente a la propuesta filosófica de G. Bataille, fundada en la transgresión: lo femenino como agente sexual que rompe todos los moldes.

Platón insiste en que la educación hacia lo humano debe iniciarse en la lenta disciplina de los sentidos, o como dice él: tà erotiká. El poeta superará al filósofo en esa dimensión de la sensualidad. Por lo que urge recuperar el disfrute de la realidad inmediata, del presente, de aquí y ahora, como Horacio (Odas 1, 11): Carpe diem (‘disfruta del día de hoy’). Mas el uso −y no el gozo de los sentidos− es una intuición de los estoicos (Cf. Séneca, Cartas a Lucilio 120),  de ellos pasó al cristianismo.  El libro X de las Confesiones de Agustín de Hipona (s. IV), luego de lanzarse al conocimiento de la memoria y de vilipendiar las imágenes que depara el tacto, descalifica el deleite en su acción semejante a la real.  (En la ética agustiniana, lo sexual es pecado −venial−.)  San Anselmo (s. XI), con su espíritu monástico, considera más perjudicial la realidad cuanto más sentidos satisfaga.  Por su parte, Juan de la Cruz (s. XVI) decía: “No andamos por ver, sino por no ver”.

En el siglo XX, el escritor francés G. Bataille (El erotismo. Barcelona: Anagrama, 2005), que dedicó su vida al estudio del eros, señaló en que éste siempre involucra una transgresión de algún tipo.  Si no hay una transgresión, no se siente la libertad que demanda la realización total del acto sexual.  Podría decirse que eros lleva a nuevos mundos y, como consecuencia, acarrea el rompimiento de las costumbres habituales y de los códigos de comportamiento. Sin embargo, la transgresión puede ser más psicológica que literalmente moral, pues ya que, en el caso de C. Millet (Barcelona: Anagrama, 2004), no hace en sus páginas ningún alarde ni reivindica ningún ideal, tampoco acusa los prejuicios ni discriminaciones a que han sido sometidas las mujeres. Ella no ilustra ni ética, ni política ni socialmente: descree las recetas. Cada individuo vive su sexualidad a su manera.

La narración es natural por la convicción que tiene de que la sexualidad, en cualquier forma en que se manifieste, “es la cosa mejor compartida del mundo” (p. 182) y ella opta invariablemente por el respeto de la integridad física cuando existe la posibilidad de riesgo, no por la moralidad.  Aunque ella conservó “reflejos de católica practicante”, la fe en Dios la perdió cuando empezó a tener relaciones sexuales.  El sexo es ‘deicida’,  en una religión de la dicha, sin Dios.

La memoria queda asociada a tener “mis recuerdos de orgías”, nuevos rituales para quien se ha liberado casi lúdicamente del pudor. Las cópulas (felaciones, eyaculaciones, orgasmos alucinantes, sodomizaciones, besos negros, frases cortas y abruptas fruto del clímax) con uno o con seis (todos son anónimos), que acompañaron a C. Millet −según confiesa− estuvieron marcadas por la indeterminación absoluta del placer, pues “el orgasmo es fruto de una decisión” (p. 244). Sin embargo, no obstante el automatismo de los cuerpos, fue por la complicidad (p. 189), el ingrediente que le causó placer y que la llevó a renunciar a su ‘libre albedrío’ (p. 185), como muestra inagotable de una confianza asentida. Esto equivale a decir que el “sexo en ella ha sido siempre afición, deporte, rutina, placer, jamás profesión o negocio (M. Vargas Llosa, La civilización del espectáculo. Madrid: Punto de Lectura, 2013, p. 125.)

El gusto por no llevar ropa interior por comodidad y para facilitar los encuentros sexuales casuales acompañó un reconocimiento del propio cuerpo situándose en el espacio.  Su cuerpo es un tomar conciencia de la espacialidad, es un itinerario ‘espacial’ cuando sexualizó en lugares públicos (al aire libre en un parque, en un café, en un museo, en un restaurante, etc.) o privados (apartamento, casa de verano, etc.):  “Yo, por el contrario, he tenido que recorrer distancias geográficas para acceder a partes de mí misma” (p. 142), pues “follar –es decir, follar con frecuencia y con una buena disposición psicológica, independientemente de quién o quiénes fuesen el o los compañeros− era un estilo de vida” (p. 136).  Así es, “éramos pródigos en caricias y en besos (…)  Cuando llegaba mi turno, yo, por el contrario, le exploraba con minucia, preferiblemente los pliegues corporales, detrás de la oreja, la ingle y las axilas, la ranura de las nalgas” (p. 97).  Catherine M. siempre estaba dispuesta para follar como la heroína de la Historia de O, “me sodomizaban con la misma frecuencia con que me poseían por delante (…)” (p. 60). “Cuánto más detallo mi cuerpo y sus cuerpos, tanto más me distancio de mí misma”, como autoposesión y conocimiento de los otros.

La autobiografía no es pornográfica.  La tragedia de las películas pornográficas es que muestran una representación estereotipada del orgasmo. Y, “cuanto más vivo es el deleite menos “cine” hay”  (p. 219). Una vida sexual contada con el mismo deleite con que se vivió es transgresora de muchísimas maneras, puesto que el gusto por lo que se hizo marcó el modo de vivir el sexo a Catherine M. y el modo indiferente e insaciable con que hizo uso de los cuerpos, de la epidermis tratando de crear un lenguaje universal equívoco de los amantes que siempre quieren más.

El erotismo sería uno de los logros más finos y excelsos de la cultura. Inseparablemente unido a la libertad humana, puede rozar el abismo de la violencia; en palabras de Bataille,  “desafía a Dios y a la religión en nombre de la libertad”. El hombre ilustrado niega que haya algo más fuerte que el hombre. Cuanto más irresistible, mejor es el medio para domesticar al ser humano. Quizás podamos entender que la castidad (libre decisión respecto del uso de la sexualidad) no es un arma contra la maldad del sexo, sino contra la maldad del mundo. (Aunque nuestra vida se torne insípida, es morboso y perverso meterse en los calzones de la gente.)

El erotismo evocaría consciente e inconscientemente lo sexual, o la extensión sexual a funciones vitales cuya finalidad no necesariamente es sexual. Puede ser algo sublime o catastrófico, por ello es ritual. Eso sí, el erotismo humaniza los impulsos sexuales elevándolos por encima de la mera descarga orgiástica y más allá de la finalidad reproductiva (Cf. J. Baudrillard, De la seducción. Madrid: Cátedra, 2001, p. 27). En cuanto ritual, rebasa los límites, y su jugueteo seductor opera bajo la forma de articulación simbólica, de una afinidad con la estructura del otro. Es estar absorto en el instante.

La virtud nacida de eros no deriva de la represión de la pasión tan de moda en muchos estratos sociales, sino de la afirmación de la vida, de un comportamiento sexual que tiene hundidas sus raíces en la pasión, no enemigo de ella.  En esta línea, cada quien se convierte en-sí-mismo a través de sus transgresiones, llevándolas a la intimidad de la alcoba, permitiéndoles dejar la impronta de nuestro carácter en realizaciones graduales.

De esta manera, no sería descabellado soñar con un sistema de conocimiento basado en lo erótico, una teoría del contacto en la cual la riqueza misteriosa del Otro consista en ofrecer al Yo el punto de ese otro mundo. La voluptuosidad sería una forma más completa, pero también más especializada, de este acercamiento al Otro, “una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo” (Margarite Yourcenar, Memorias de Adriano. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1997, p. 17).

El tema del erotismo –también el literario− debe librarse de los estereotipos que esclavizan y dificultan las relaciones entre sexos, más bien habría que pensar que éste libere nuevas formas de realidad. No se trata de asumir la tiranía del tabú ni la del exceso. Si la cultura es para el ser humano, entonces una cultura que no deja espacios para el erotismo, terminará haciendo la guerra. ¡Que la única guerra permitida sea la de Cupido! Símbolo de una guerra inofensiva y excitante.

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