Chagall es uno de esos pocos genios, contados con los dedos de una mano, que pueden adscribirse a la categoría de artistas totales, esos rara avis que abarcan sucesivas décadas y estilos artísticos diferenciados. Una exhibición retrospectiva en el Museo Luxemburgo de París muestra la relación entre los hechos históricos del siglo XX y su obra.
Marc Chagall nació un 7 de julio de 1887 en Bielorrusia y murió en 1985 en Saint-Paul de Vence, Francia, con 98 años; conoció una revolución, dos guerras y el exilio, y en el ínterin produjo sin descanso una obra compuesta de polaridades asombrosas. La guerra y la paz, la dicha y la desgracia, el viaje y la patria, el paraíso y el infierno son algunas de las obsesiones que rondarán su obra de principio a fin. No en balde, sus telas plasman un recorrido vital que bascula entre lo experiencial y lo simbólico, lo angélico y lo terrenal, lo trascendental y lo prosaico, en ese cruce de caminos heterodoxo y polisémico que constituye el vórtice mercúrico de Chagall.LO REAL Y LO SAGRADO
Reticente a la narración y la alegoría, el suyo es un discurso hermético plagado de claves personales, que se aparta de las convenciones o estilismos. Su capacidad para franquear los códigos estéticos, a la vez que nutrirse de ellos, facultaron a Chagall para realizar una operación de ensamblaje única, en la que prevalece el intenso equilibrio entre su originalísima estética personal y el testimonio de su tiempo. En Chagall confluyen las cualidades del artista druídico, catalizador de obsesiones, sueños o pesadillas, y como tal, su visión muestra una realidad del mundo más vívida y estimulante que la realidad fehaciente.
La colección reunida en el Musée de Luxembourg de París, desde el 21 de febrero hasta el 21 de julio, es prueba de su experiencia de largo recorrido: se inicia con la Primera Guerra Mundial, sigue con Rusia en tiempos de guerra, el periodo de entreguerras en Francia, el exilio en Estados Unidos, y por fin la vuelta a Francia. El cubismo, el futurismo, el surrealismo y las otras vanguardias son meros refugios para militantes que el pintor de Vitebsk elude con sobriedad, comulgando con sus renovaciones y postulados, pero manteniéndose siempre en ese margen irreductible que es el mundo privado del artista. De lo realista, al tratar los desastres de la guerra, a lo «superreal» que hay en el universo de los sueños sólo hay un paso, y Chagall logra mostrar ese difícil nexo con pasmosa sencillez. En los cuadros reunidos en el museo Luxembourg, sublimados por la luz y el colorido que parecen facetas de lo sagrado, recorremos los paisajes de su ciudad natal, las tradiciones judías hasídicas que marcaron su infancia, los episodios bíblicos, y por supuesto la familia y la pareja, objetos siempre presentes y exacerbados por el colorido de su paleta onírica.
En el parisino barrio de Montparnasse, la identidad de Chagall iba construyéndose mediante la articulación de la modernidad y sus raíces judeo-rusas. En 1914 acude a la inauguración de su primera exposición en Berlín, donde se viene preparando la vanguardia del incipiente siglo XX, y desde allí viaja a Rusia para reunirse con su prometida, Bella Rosenfeld. Pero estalla la guerra, y se ve obligado a pasar los ocho años siguientes en suelo ruso. En Vitebsk, asiste de primera mano a los movimientos del ejército y desplazamientos de la población. Las desigualdades sociales y religiosas le atormentan y se plasma en su obra de esos años. «Militares, mujiks con gorros de lana, calzados con los tradicionales `lapti`, van pasando delante de mí. Están comiendo, apestan. El tufo del frente, el fuerte aliento a tabaco, los piojos…», comentaría en Mi vida, su autobiografía de 1922. En la obra de aquellos años aparecen figuras torturadas, soldados heridos o marchándose al frente, mujeres dolientes, campesinos y ancianos huyendo, y sobre todo los mendigos de Vitebsk, que encarnan la figura del judío errante, el «luftmensch» u «hombre de aire», personajes saturninos que inspiran retratos de rabinos, de un modo semejante a como el Greco utilizaba como modelos a los dementes del manicomio de Toledo para sus cuadros de los Apóstoles. Con la llegada de la Revolución rusa, es nombrado comisario de arte de la región de Vitebsk y funda la Escuela de Arte de la misma ciudad, pero sus diferencias con otro miembro del partido, Kazimir Malévich, y la carga del peso burocrático lo empujan a buscar nuevos horizontes. De este modo regresa a París en 1923, donde vuelve a codearse con las figuras destacadas de su tiempo. Realiza grabados para Almas muertas de Gogol, Las fábulas de La Fontaine y la Biblia. Para este último encargo, viajará a Palestina donde encontrará, además de inspiración, una parte de sí mismo. Los motivos y rituales hasídicos denotan su preocupación por un arte judío moderno, en retratos y personajes que anuncian la espiritualidad de las grandes composiciones ulteriores.
LO ONÍRICO
En la obra de Chagall, como en la de los grandes artistas, la representación no es ficción ni imitación de la realidad, sino la prolongación de su propia verdad personal. Chagall no deja sitio sólo al inconsciente, como hacían los surrealistas, sino que condensa y desplaza de su centro las categorías de lo imaginario y lo empírico, en un proceso análogo al sueño. Por ello, se ha dicho que Chagall es «un soñador consciente». Figuras anónimas, animales o seres híbridos, se entremezclan en composiciones de apariencia incongruente en una deriva de ingravidez y perspectivas, planos y proporciones irreales que se tornan suprarreales. Una especie de polifonía visual en la que se establecen multiplicidad de capas, significados y registros simbólicos: una virgen que también es una novia, un asno que es un autorretrato del artista… son algunos ejemplos del código esotérico y chamánico de Chagall, que André Breton definió como mágico.
En 1937, tres de sus lienzos son exhibidos en la exposición Entartete Kunst («Arte degenerado») organizada por los nazis en Berlín, y sus obras son requisadas de las colecciones públicas. El yugo antisemita aprieta, Chagall y su esposa huyen al sur del Loira, y en 1940 encuentran exilio en Nueva York. Chagall es una antena de filamento y no permanece ajeno a la destrucción y la barbarie, sus cuadros de esa época aparecen infestados de pueblos en llamas, persecuciones, guerra y éxodo, en un progresivo acercamiento a lo sombrío; también autorretratos, referencias intertextuales o escenas nocturnas que evocan la profunda conmoción del mundo en esos años. En 1941 conoce al galerista Pierre Matisse, quien expondrá su obra hasta el final de sus días, y recibe el encargo para el decorado y vestuario de Aleko, el ballet inspirado en Los zíngaros de Pushkin, con música de Tchaikovsky. Pero la muerte súbita de Bella, en 1944, lo sume en la desolación. «Todo se hace tinieblas», declara el artista, entrando en una espiral de reconstrucción y homenajes continuos a la esposa perdida.
Pero del caos renacerá la luz, y en 1949 regresará definitivamente a su segunda patria, Francia, para instalarse en Orgeval y luego en Vence. Su obra se va abriendo a la luminosidad y los temas solares, marítimos o mitológicos. París y sus monumentos, el ciclo del Mensaje bíblico, cerámica, escultura, experiencia de la grandiosidad en vidrieras y mosaicos, frescos y techos son algunos de los elementos que marcan su etapa final. En ellos, como en el final de un círculo perfecto, Chagall encontró una forma de rendir cuentas con el abismo, con los tormentos del sí mismo y del otro, conformando en un largo proceso de desarrollo esa verdad artística inconstreñible que es el sedimento de lo real y lo quimérico, y que resume, a su imagen y semejanza, la experiencia trascendente del mundo.
Tomado de El país cultural.