Extraña confesión, Anton Chéjov
Un drama de caza, Anton Chéjov
Traducción de Sergio Pitol
Alianza Editorial
207 páginas
Tomado de pagina 12
Traducción de Manuel Peyrou, El séptimo círculo
Moscú, 1883. A los veintitrés años, Anton Chéjov, estudiante de medicina, visita hospitales, disecciona cadáveres, asiste operaciones y atiende gratuitamente a sus amigos sin una moneda. A la par, empieza a colaborar en algunos periódicos: estampas, aguafuertes, cuentos brevísimos en los que la observación y el humor apuestan a la caricatura, concediéndole una famita como cronista de costumbres. Esta repercusión, en la que no cree, lo sorprende. Si le importa es para ganar dinero y socorrer a su familia. Cuando no pasa las noches con sus amigos intelectuales discutiendo de política y literatura, se dedica a ir de parranda a un café concert con oficiales borrachos y putas cariñosas. El estudiante de medicina sabe los riesgos que corre. La tuberculosis lo acorrala. La tuberculosis y también su familia. El padre violento y los hermanos prendidos como garrapatas mientras él intenta abrirse paso como periodista. «Soy un periodista porque escribo demasiado, pero no moriré como periodista. Si sigo escribiendo, será de lejos, escondido en un rincón», le informa a uno de sus hermanos. A menudo vacila al pensar su porvenir: «Me dedicaré de lleno a la medicina, es mi única posibilidad de salvación, aunque no siempre me tenga confianza como médico». Pero se engaña. Porque su preocupación por la cura de cuerpos, para quien se convertirá en un obsesivo del lenguaje, será desplazada más tarde por la cura de almas.
Entre sus pacientes hay un escritor popular, un tal Popudoglov. El joven practicante Chéjov lo atiende: «Sucumbió a una encefalitis», escribe. «Consultó veinte médicos y de los veinte, mientras vivía, el único que lo diagnosticó con acierto fui yo. Lo que lo mató fue el alcohol». Antes de morir, en agradecimiento, Popudoglov le regaló al joven Chéjov toda su biblioteca. El joven Chéjov recela de la literatura tanto como de la pereza. Le producen temor a fracasar en los exámenes que le faltan. En esta época urde una obra científica, La historia de la medicina en Rusia, que abandonará, y un ensayo que analiza las relaciones entre sexos en las diferentes especies de animales: «Historia de la autoridad sexual», que también quedará en estado de proyecto.
Un año más tarde, Chéjov pone en su puerta una chapa de cobre con su nombre y el título. Ahora las consultas médicas y los trabajos periodísticos lo exigen y aprietan. Como atiende pacientes sin dinero y además mantiene a su familia, debe aumentar la entrega de manuscritos. En una carta cuenta que gana más que un terrateniente y, sin embargo, no tiene un kopeck para la comida ni para disponer de un rincón donde sentarse a trabajar con cierta comodidad. En otra describe: «Desde hace tres días de mi garganta mana sangre, lo que me impide escribir. Tres días sin esputos blancos y me resulta imposible decir cuándo me harán efecto los medicamentos con que me atiborran mis colegas».
Cuando se restablece, su situación financiera también mejora, puede comprar muebles, un piano, tomar dos sirvientas y cortar el fiado del almacén. El biógrafo Henri Troyat apunta que el joven Chéjov hasta se da el lujo de organizar algunas veladas musicales. Planea viajar a Crimea, un clima más templado. Sintiéndose burgués, a los veinticinco años, Chéjov goza la ilusión de librarse de la esclavitud de nacimiento. «Si escupo sangre, al menos será sangre de hombre libre», anota.
No falta tanto para que su nombre como autor teatral repercuta en toda Rusia a la par que sus narraciones lo ubiquen entre los grandes de su tiempo, siempre sin que él se lo crea, sin que se tome muy en serio. La muerte de Dostoievski, cuya sombra se proyectará abrumadora sobre la nueva literatura rusa, al igual que el imponente aura patriarcal de Tolstoi, hará dudar al escritor joven de sus valores. Cuando viaja en tren, lee Ana Karenina y se reprocha todo lo que, según su vara, le disminuye para acercarse al talento del anciano conde predicador del anarquismo. Chéjov procura tomar distancia por igual de la religiosidad demoníaca de Dostoievski y del idealismo pietista de Tolstoi. Pronto la política, tensada por el debate entre eslavófilos y occidentalistas (aunque él se incline más hacia ese segundo bando), dejará de interesarle. Tanto su dramaturgia como su narrativa prefieren indagar en los grises de lo cotidiano, la mediocridad y el aburrimiento, antes que en la altisonancia de un pathos de poseídos o la épica torrencial de la historia colectiva.
El joven Chéjov decide experimentar con una novela corta: Drama no obote. Constance Garnett la traducirá al inglés como The Shooting Party. Manuel Peyrou, en 1945 la maltratará en español versionándola recortada del francés Un drame á la chase (Histoire vraie), imponiéndole el conandoylesco Extraña confesión y subtitulándola Un drama en la cacería para El séptimo círculo, la caprichosa colección creada por Borges y Bioy Casares (actualmente republicada por Emecé). Una digresión: para Borges y para Bioy, en su colección, el crimen era más atractivo como enigma intelectual que como consecuencia de la ecuación sexo-dinero-poder. Muchísimo más cuidada y respetuosa, en cambio, será la traducción completa de Sergio Pitol para Alianza Editorial en 1985. Un dato: la edición de El séptimo círculo tiene veintisiete capítulos contra treinta y dos de la edición de Alianza. En esta edición casi inhallable, los lectores en español encontrarán sin duda a Chéjov, el mejor Chéjov, comparable en muchos de sus pasajes con el observador impasible de La dama del perrito, un koan del bovarismo y los trastornos adúlteros, y El pabellón Nº 6, un pequeño tratado narrativo y psicológico sobre el doble y la locura.
Chéjov escribe Un drama de caza entre 1884 y 1885, los años en que se afirma como narrador depurando su prosa, afilando un estilo sugestivo que influenciará desde entonces a una lista inabarcable de escritores en distintas lenguas. La lista puede arrancar en su país con Isaak Bábel y, pasando por Varlan Shalámov, continúa en la literatura universal alcanzando el presente. Virginia Woolf, por ejemplo, iba a desconcertarse con Chéjov y registrarlo en «The Common Reader»: «Nuestras primeras impresiones de Chéjov no son de simpleza sino de extravío. ¿Por qué hace una historia con semejantes cosas? ¿Se trata de que está principalmente interesado no en la relación del alma con otras almas, sino en la relación del alma con la salud, del alma con la bondad?». Más acá, Richard Ford admitiría que Chéjov (y hablamos del joven Chéjov) no es un autor que pueda seducir con demagogia fácil a los jóvenes: «Chéjov nunca nos hace sentir desorientados o demasiado en deuda con su genialidad. Por el contrario, acomoda su genialidad a nuestra altura».
Un drama de caza, según Somerset Maugham, responde a lo que Henry James comprendía como nouvelle y, según Edmund Wilson es la única verdadera novela de Chéjov. No son pocos los atributos que la vuelven atractiva. Para empezar, se trata de una novela en el interior de otra novela: a la redacción de una revista, al despacho de un redactor jefe, llega un turbulento abogado y juez de instrucción de provincia ofreciendo una novela inédita con el título Un drama de caza. No faltan, a lo largo de la narración que hace el redactor jefe, ni las notas al pie que refieren correcciones, enmiendas, instrucciones de lectura y elipsis, como las intervenciones del yo narrador (el del redactor jefe) corrigiendo perpetuamente la interpretación de los hechos (contados por el funcionario provincial). Chéjov no pierde la oportunidad de despacharse aquí con ironía sutil contra las novelas de misterio y deducción de Gaboriau (lo que debería haber inducido a Borges y Bioy a meditar que, si bien en el relato hay un crimen y una investigación, esto no la vuelve necesariamente una pieza de género policial). La novela que ha escrito el juez de instrucción, una crónica autobiográfica, confesional, en la medida en que ha estado comprometido con los sucesos vinculados al crimen, también le sirve a Chéjov para lanzar otra reflexión: «No es importante haber visto un hecho para describirlo».
La víctima es una muchacha campesina, que se casa con un administrador viudo y con hijos, que la triplica en edad. En torno del crimen, las sospechas apuntan a menudo sobre el marido celoso y sobre su amante, un terrateniente nihilista (en el sentido que Turguenev les daba a los aristócratas indolentes, cultivadores de una metafísica de la inoperancia). La heroína asesinada, Olenka, «la muchacha de rojo», aunque Chéjov la sugiera inspirada en la Tatiana de Pushkin, resume en sus arrebatos de pasión los estallidos de Nastassia Filipovna, la caliente dostoievskiana de El idiota, y las ilusiones amorosas de la frustrada Ana Karenina de Tolstoi. «Desde luego, no estoy enamorada», admite Olenka, «pero, ¿acaso son felices los que se casan por amor?». El matrimonio, casar, no es diferente, de cazar, insinúa Chéjov. En la dialéctica conyugal siempre hay quien caza y quien es presa.
A propósito de Dostoievski, en Chéjov vuelve a aparecer, como en El idiota, el tema de la «plata quemada»: la gratuidad del acto con que el humillado y ofendido, al quemar el dinero, un dinero equiparable a la recaudación de una cosecha, se venga incendiando el símbolo del poder. Pero, ¿de qué trata esta narración? ¿Qué es aquello que la vuelve actual? ¿El dinero representando la sumisión? ¿El despilfarro de una clase alta hacia su ocaso? ¿Un sistema corrompido desde arriba hacia abajo? ¿La lucha entre pasión y conveniencia? Quizá las respuestas estén contenidas en las preguntas, todas enfocando una sociedad que se derrumba, una atmósfera enviciada, seres que no tienen valor sino precio y se retuercen en contradicciones inaguantables. Si ésta es una explicación de su vigencia, no menos lo es la forma en que Chéjov pule y constituye una marca estilística. Chéjov no declama. Su escritura, austera, con una sencillez elaboradísima, se aleja de Dostoievski, evita juzgar y extrae lo máximo de cada situación con una economía absoluta de recursos que lo arrima a Tolstoi, pero sin subrayar una intención moral que, si la tiene, no es consoladora. Quienes recuerden cómo Chéjov en La dama del perrito logra plantear una escena de erotismo negligeé a través de unos pocos elementos (unas cortinas mecidas por la brisa caliente, una fruta empezada, el desorden de un cuarto), encontrarán en Un drama de caza otro ejemplo de su capacidad de síntesis. A Chéjov le basta describir el campo bajo una lluvia o estremecido por un viento para predecir una meteorología de las emociones siempre inestables. «También en nosotros dormitaba algo como el presentimiento del próximo, inevitable y pesado otoño. Era evidente que se acercaba una descarga eléctrica. Era necesaria una tormenta para refrescar la atmósfera». Los fenómenos climáticos presionan en los seres humanos dictando comportamientos semejantes a los animales. ¿Opera en su visión del mundo la formación médica? ¿Reminiscencia tal vez de su ensayo inconcluso «Historia de la autoridad sexual»? Hipótesis a confirmar. En tanto, a pesar de sus detractores, que lo acusan de impresionista, Chéjov no cede a esta tendencia. Observación pura la suya, sin vueltas, eso. Chéjov busca mantener todo el tiempo el suspenso y controla la intriga con sagacidad, dosificando con cada indicio una pista. Sin embargo, no son las reglas del género las que le preocupan sino la exploración de las almas atormentadas por la humillación y la culpa. «Jugar con el alma ajena es un pecado que no debería ser perdonado», escribe Chéjov. Y éste puede ser, además del eje narrativo, el pathos de todos y cada uno de los personajes.
Con frecuencia se ha dicho que Chéjov convirtió sus limitaciones en mérito. El mismo reparo se les formuló a todos aquellos escritores que adoptaron sus enseñanzas y las convirtieron en una estrategia poética. Para contrarrestar esta crítica, dos anécdotas típicamente chejovianas:
1) Cierta tarde un amigo encontró al escritor escribiendo en el banco de un parque. El escritor tachaba y tachaba. El amigo le preguntó qué iba aquedar de esa historia. «Se conocieron, se enamoraron y se casaron y fueron infelices, ¿eso es todo?», se inquietó. Chéjov tardó en contestarle: «¿Acaso hay algo más?».
2) Una mujer con inquietudes literarias le enviaba por correo sus relatos pidiéndole más aprobación que consejos. Chéjov, fatigado, le escribió: «Cuando describa desgraciados, desventurados, y quiera conmover al lector, trate de ser más fría: esto confiere a la desdicha de los otros una suerte de telón de fondo sobre el que resaltan con mayor relieve. En su caso, los protagonistas lloran y usted suspira con ellos. Sí, sea fría».