Sagot Martino, Jacques, «Ella», San José, C.R
Editorial Tecnociencia
2003, p. 146.
Jacques Sagot tiene el mérito de ser un notable pianista, un hombre importante en el quehacer cultural del país. Carece sin embargo, en esta obra, de idea de la puntualidad y la sencillez. Hilvana una serie de escenas inconexas como un calculado aparato de tensiones y distensiones que se convierte en un ejercicio ocioso y autocomplaciente. El libro podrá tener valor para quien quiera conocer algo de la biografía, de las vivencias, del autor; ahora, como literatura, entretención o instrumento para poner a pensar, no sirve.
Antes de empezar, se impone una digresión. Nadie puede negar la calidad poética de Whitman, Guillén, Korolentko o Hernández; pero bien puede haber alguien que no guste de los versos de algunos de estos poetas. Es decir, es importante diferenciar entre lo que no gusta y lo que es un mal texto… Asimismo, entre lo que puede gustar y sigue siendo un mal texto.
Los niveles de interpretación de un escrito son muy personales. La compresión de conceptos, registros y estructuraciones de un poema -sí, específicamente en el quehacer poético- va a depender de nuestra habilidad y discernimiento, va a depender de aquello que se denomina ‘competencia literaria’. Es decir, de lo competente que pueda ser una persona para entender, merced de las experiencias y sensibilidades derivadas en lo principal de la lectura. Esta competencia, el conocimiento, se adquiere, por lo general, por medio del ejercicio. Adiestramiento que lleva a aprehender un lenguaje que tiene peculiaridades y características propias.
Ahora bien, frente a esta facultad es necesario que un escritor -sin hacer concesiones fáciles, claro- tenga la amabilidad de expresar su mundo de tal forma que un lector, medianamente capacitado, entienda. De no ser así, aquel escrito se puede convertir en el perfecto partícipe de un campeonato de amaneramientos. Puede decirse -tal vez con atrevimiento- que el elemento objetivo de esta capacidad de comunicación viene a ser el estilo del poeta. Esta unicidad, ésta manera particular de expresarse el escritor ha sido definida, como es fácil de imaginar, por autorizadísimas voces. Del «estilo» se ha dicho que es «la peculiar manera que en cada poeta hay de desrealizar las cosas» (Ortega y Gasset); «el estilo no es un camino por el que se va, sino un camino que nos lleva. El modo de ser, la sicología, la sensibilidad, gustos y aficiones, el sentido de los valores, la educación recibida… todo forma un conjunto único que habrá de manifestarse en el estilo, en la expresión individual» (Unamuno). Tenemos a los grecolatinos; desde Quintiliano a Cicerón, cuando dividen el estilo en «sencillo», «medio» y «sublime». Más modernos están Warren y Wellek con la división de: según las relaciones entre palabras y objeto, según las relaciones entre las palabras mismas, según las relaciones de las palabras con el sistema lingüístico total y según la relación de las palabras con el autor. Todas estas definiciones -desde lo conceptual y sensorial, sustancial o hiperbólico, tensos y flojos, plástico y musical, desvaído y vistoso, estereotipado y personal o subjetivo y objetivo- tienen como fin único expresarse de manera amistosa; es decir, poner al frente del receptor una forma de ver y sentir las cosas que él comprenda e identifique.
Un ritmo forzado y una forma alambicada limitan el mensaje, condicionan las ideas y lo que el desventurado lector recibe son manifestaciones de sobra conocidas, de sobra resobadas: impresiones, si bien personales, sin trascendencia alguna, con el único matiz positivo de dirigir, al que lee, al diccionario. Ejemplo claro de esto es pretender decir cosas -bajo el triste toldo de «cultura»- mientras se cita a personajes mitológicos, trayendo a cuento -sin que quieran venir- a poetas insignes, pintores, músicos y hasta personajitos de fábula. Esto puede entenderse por la necesidad de comunicar; pero no puede perdonarse la falta de capacidad creativa, el recurso de rodear un lugar común de galicismos impronunciables y la ausencia de sencillez (sencillez, se insiste, que no ‘obviedad’).
La prosa poética, como forma lírica, se distingue de la poesía por estar escrita de manera que la medida y la cadencia no son aspectos sustanciales. Más sencillo: por estar escrita en prosa. Se encuentran, en ambas formas, elementos comunes: hablar lírico, actitud lírica, tema y objeto. Asimismo, aunque la prosa conlleve narración, siempre será un pretexto, un impulso, para que el que escribe exprese sentimientos. La prosa poética no es posible confundirla con un cuento, una narración o un relato. Está claro que lo fundamental en ella, aunque refiera hechos o anécdotas, es la transmisión de lo que siente el que escribe. Ahora, -como en todo- puede haber buena y mala prosa poética. «Ella» es un ejemplo de lo segundo.
Al inicio del libro el escritor nos facilita enunciar una crítica adversa y severa. Él mismo apunta, o advierte, que aquello es el «prefacio innecesario para un libro innecesario». Con éste ajado recurso el artista se corre el riesgo de que un lector despierto y -quién sabe si para su propio bien- obediente, suspenda ahí mismo.
El principio de «Ella» es el compendio de lo complicada y apremiante que va ha ser la lectura. En cosa de cuartilla y media encontraremos que están citados un pintor, Rodin y su obra, la triste Erato, una deidad, un héroe mitológico -el del laberinto y el hilo-, un poeta, una cuenta-cuentos y hasta Pulgarcito. Y ahí no acaba la cosa. Aparecen los suaves galicismos de «boutades» y «mistificar»; a las úlceras se les llama «exutorio genuino» y los motivos conductores -wageniaros, claro- son los «leitmotiv». El lugar común aparece hasta con Ginna Lombroso parafraseada; en un enigmático acertijo se sostiene que «Uno comienza por escribir el libro, es cierto, pero es el libro el que termina por escribirlo a uno, y es él entonces el que corrige, violenta, edita y asesina a su autor» [sic].
El pianista nos revela sus miedos de que el texto tenga «mayor valor literario». Puede estar tranquilo; cualquier tipo de temor devenido de esta razón está conjurado desde el preámbulo. En este mismo lugar se nos advierte de una supuesta dificultad para clasificar al libro en un género específico. El autor entrecomilla la licencia «proesía». Sin embargo no hay que hacer mayor «contorsión teórica»; en verdad no es difícil de catalogar: es prosa poética, solo que de la calidad arriba expresada.
Entrados en los pasajes del volumen vamos a seguir encontrando los mismos defectos que se aprecian en el «prefacio innecesario» de éste «libro innecesario». El lugar común rodeado de culteranismo (cultismos, pues; procuremos no fatigar al lector), junto con otros factores, metafórica y literalmente, se «pasean» en los relatos. ‘Noche insondable’, ‘amor vertiginoso’, ‘la noche es mujer’ ‘ella ángel o demonio’ (y nótese que se entresaca esto de sólo tres renglones). Se tropieza con el uso de la imagen ininteligible acompañada del galicismo impertinente: «tu eres eclosión nocturna». Y, de nuevo, ahí no acaba la cosa; se golpea uno con «la carne adusta del silencio», con «labios inminentes», con el «inescapable meandro», con «No estás muerta, solo duermes» y con que «Dormir es nacer. Despertar es morir». Y, como última muestra, se impone citar este intento: «Te regalo mis manos, te regalo mis ojos, te regalo mi voz y mis labios.»
Es de imaginar que «Ella» no es el cúmulo total de desaciertos. El capítulo titulado «La visitante» goza de un lenguaje afable y un uso apropiado de las imágenes. Con estos elementos el autor logra un mensaje llano y consigue que el leedor logre identificarse con lo que tiene al frente. La parte final del título «Ella, la noche» posee virtudes similares a las de «La visitante». Así también, es necesario reconocer que Sagot es sincero con lo que quiere declarar: sus temores, sus gustos, sus anhelos, sus ansiedades. El problema es… bueno, todo lo arriba dicho.
Uno de los aspectos más endebles de «Ella» es el uso del humor; específicamente en el capítulo «Un poco de filosofía». El gesto, la humorada amorosa, el «guiño» que propone el «proeta» no logra suscitar simpatía alguna. Este asunto, para no ahondar, es reconocido por el autor mismo: «Y basta ya de sofismas, que siento […] a la poesía jadear bajo el fárrago de mi obesa retórica»; y tanto es así que ‘la personaje’, hacia el final del ¿relato? ¿poema? ¡bosteza! Fenómeno convulsivo con el cual el lector podrá identificarse casi a lo largo de todo el libro.
Hay dos constantes, dos «leitmotiv», en los textos: la muerte y la noche. Temas interesantes que, a causa de lo afectado de la escritura, se pierden. Sobre estos dos motivos se van armando, lógico, sucesos fúnebres y nocturnos. Se acompañarán, eso sí, de latines innecesarios y de palabras en francés. (El pianista se hace la pregunta retórica: «¿Qué tienen en común tus ojos y la palabra âme?» Se le podría contestar: -Pues nada, si el lector no habla francés, o cuando menos no conoce la traducción de la palabrita-. Además, en aprovechamiento del paréntesis, el término ‘password’ es sustituido por el elegante «mot de passe». Ver el original título «Elogio de la locura» ). Vale agregar que, dada la mala utilización de los símbolos, más de un párrafo serviría para enriquecer las esquelas mortuorias.
En resumen. «Ella» es prosa poética de la cual se puede prescindir. No alcanza a ponerse a la altura de la imagen que se tiene del pianista; -cuando menos de la que tiene quien esto escribe-. Los amaneramientos, la afectación, lo rebuscado y complicado afean lo que es una buena idea. Dadas las continuas evocaciones a la noche y ya que de lugares comunes se trata, no está demás decir que el autor pudo escribir los versos más tristes esa noche.