El esfuerzo por contar algo

Si la buena literatura fuera, en lo único, redactar bien, con sintaxis correcta, podríamos concluir que los relatos reunidos en este volumen son notables…

Si la buena literatura fuera, en lo único, redactar bien, con sintaxis correcta, podríamos concluir que los relatos reunidos en este volumen son notables… pero no. Esto no quiere decir que sean malos.. tampoco así. Pero vamos por partes.

Don Alberto Cañas es un hombre importante en el quehacer cultural y político del país. Impulsor de nuestro ministerio de cultura, exministro de esa cartera, exdiputado, profesor universitario, escritor, columnista -ahí perdonan el neologismo-, presidente de la Academia de la Lengua Española de Costa Rica (que no hay que decir de la «Real Academia…» que don Beto se molesta), dramaturgo, premio Magón y una interesante etcétera. Agreguemos, como dato sobresaliente y de muchísimo respetable, los años que soporta su osamenta. Con lo que respecta a este último punto es necesaria una digresión.

Hace un tiempo, cuando don Joaquín Gutiérrez Mangel cumplió ochenta años, se realizó un homenaje a este escritor. Homenaje a su obra, homenaje a su cumpleaños. En ese acto el locutor Nelson Brenes y el expresidente Jose María Figueres Olsen dijeron, refiriéndose a la edad de don Joaquín y a manera de cumplido, cosas como: «Hoy cumple sus primeros ochenta años …» «… otro joven como usted, mi abuelo de 103 años, que dice que siempre se es joven cuando se tiene…» (Figueres fue el de esto) «… estos floridos ochenta años…» (Brenes). Se entiende, claro, que los participantes de la reunión querían halagar al escritor. Halago que -aquí interpreto- se traduce en algo así como: «¡Hombre! Ser viejo es una desgracia, lo gracioso es estar joven. Y usted, don Joaquín, a pesar de tener los años para calificarlo de carcamal, luce como un jovenzuelo locuaz, inquieto.» Disiento del discutible elogio. Tener años implica, probado es, haber vivido. La occidental veneración a lo joven como signo de lo bello, no respeta, no le interesa, aprovechar lo épico o lírico que pueda tener una vida llena de horas. Un anciano, con toda la grandeza de la palabra, se convierte en «abuelito», «adulto mayor», «miembro de la tercera edad» o peor que peor: en un cursi «ciudadano de oro». El viejo venerable, o abyecto incluso, tiene una que otra cosa que contar. ¿Cómo vamos a borrar de un plumazo toda una experiencia y retrotraer a ese hombre a una edad en que no se sabe, generalmente, con alguna certeza, qué se quiere hacer con la vida?

Viene a cuento esta parrafada a que en ese agasajo estaba don Alberto Cañas. Y don Alberto, cuando habló, dijo: [acerca de don Joaquín] «… a este niño grande, a este Peter Pan, a este niño que sigue siendo el que jugueteaba, el mismo con el pelo blanco…». Pues bien, el que esto escribe se separa, de nuevo, de esa forma de ver a un anciano. Lo positivo, o lo que parezca negativo de las letras que conforman el comentario a «Tanto esfuerzo para nada», que se tome como otro homenaje a los años que tiene su autor, a su conocimiento. Que no por verlo como «al maestro con cariño», hemos de ser tan irrespetuosos para no apuntar, equivocados o no, las deficiencias narrativas que se consideran existentes en los trece relatos que conforman este libro.

Empecemos por establecer dos conceptos cardinales. Permítaseme esa libertad, conscientes claro, de las omisiones que todo conceptuar acarrea.

El cuento es un relato breve, en prosa, con pocos personajes. El tema desarrollado es uno solo. Aun y cuando se toquen diversos asuntos, esto ocurrirá de manera tangencial. Generalmente la estructura se organiza en introducción, desarrollo y desenlace; final que, preferible, sea inusitado o ‘singular’. (Digamos que esta es una adaptación libre del concepto que utiliza, por lo común, don Jézer González).

Por su parte -el otro concepto- el relato, es un «discurso que integra una sucesión de acontecimientos de interés humano en la unidad de una misma acción» (esto lo declara un señor que, según parece, todo mundo dice que era francés, estructuralista y que respondía al nombre de Claude Bremond).

Ahora, en amalgama de las dos opiniones, lo que se relata deberá estar formado por un conjunto de acontecimientos ligados entre sí. A este ligamen lo denominan sesudísimos entendidos como ‘sucesión’. Así tenemos que allí donde no hay una serie de hechos, donde no hay acción, es probable que exista una descripción, más no así un relato. Si no se alcanza una sensación de progreso, de recorrer una historia, si no hay un dinamismo, algo que se espera que ocurra, pues no hay cuento que contar. Esto a pesar que el autor pretenda dejar libertad al lector para que en su imaginación cree su contexto y un ‘cierre’ (que esto de ‘finales abiertos’, se las trae).

Ya con el libro. En el reverso de la tapa se lee: «Tanto esfuerzo para nada (título que el autor considera premonitorio de lo que ciertos comentaristas seguramente dirán) […]». Es probable que don Alberto sea algo exagerado. Como que decir «tanto esfuerzo para nada» al leer sus relatos no sería del todo correcto. Digamos, mejor, que «tanto esfuerzo para algo». Y se afirma esto en virtud de que el autor nos presenta narraciones (que no cuentos todas ellas) de cuidadosa sintaxis, algunas interesantes observaciones… y aburrido o inexistente argumento.

Por ejemplo, en el primer relato -Sandra desnuda- el autor procura tres inicios. Recurso técnico atrayente. Punto. Fuera de eso el argumento va a carecer de tensión. El narrador, un involuntario voyerista, cierto día mira a su bella vecina, casada pero de marido ausente, que se pasea desnuda por la cocina -la cocina de la casa de ella, se entiende-. A pesar que una mujer desnuda es tema harto interesante, todo acaba en una anécdota, una fabulilla conyugal urbana; con suegra incluida

El autor, se sabe, es un hombre de cultura. El lector encontrará datos y exámenes sobre el ‘antes’ y el ‘ahora’ del lenguaje cinematográfico, la importancia del ‘blanco y negro’ y el demérito que el ‘color’ importa; recreaciones del ambiente de oficina, la descripción de la mediocridad de ciertos personajes, el «antiheroico» actuar de otros, el trágico destino de un sarasilla., el recuerdo de idos amorcetes, cuasi leyendas urbanas sobre el por qué de la construcción de nuestro Teatro Nacional, los amores profundos y brevísimos, estampas de otrora. Sin embargo… sin embargo estos temas se entraman en guiones insustanciales, «historias inexistentes», narraciones que por más que el autor trata de sostener la anécdota con la recreación de ambientes no logra darle realce.

Decía Juan Bosch, en Apuntes sobre el arte de escribir cuentos que «Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento. «Importancia» no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular […] Aprender a discernir dónde hay un tema para un cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la «tekné» de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.».

No digamos nosotros, respecto a esto, nada más… bueno, agreguemos que los textos ‘Solera’, ‘Emus’ (que tiene lindas reseñas de antaño), ‘Tragedia en casa de las tías’ y ‘Don Siglo y el Y2K’, carecen de «importancia». Esto, insistimos, a pesar de estar escritos a como se dicta que tiene que escribirse en correcto castellano.

¿Cuántas veces habrá visto el lector historias en las cuales el protagonista entra y sale por la pantalla del cine o del televisor? ¿Conocen ustedes alguna historieta en la que a un afeminado le encajan un apodo fatídico? ¿Y esos cuentos en que el héroe vuelve a vivir, un día-tras-de-otro, una serie de situaciones que se repiten y se repiten y se repiten, como si fuera aquello un himno al canon? Pues bien, en Tanto esfuerzo para nada, se pueden encontrar títulos que agregar a esta manida lista. Y no es que esté mal la recurrencia a temas comunes. Es su tratamiento en lo que hay que ser cuidadoso. Hay que relatar algo, si se pretende denominar un texto como cuento… relatar y darle un buen final

Quizá el temor al solecismo pueda acarrear otro defecto: que el apego exacto a la sintaxis amarre al autor, lo meta en camisa de fuerza, o de once varas, en el momento de darle «frescura» al texto.

Las nieves del tiempo es uno de los relatos que mayormente apunta el defecto de no contar nada. El protagonista escucha en su contestadora telefónica -eso suponemos- la llamada de un ‘ex-amor’. Le pide, ella, que le devuelva esa llamada. El narrador recuerda el semi noviazgo vivido y ya. No pasa nada más. Ahí acaba el asunto y uno ni siquiera puede denominar la conclusión de aquello como un ‘final abierto’ o ‘final cerrado’. Es, por decirlo de algún modo, un ‘final vago’ O sea: una vaina.

Los mejores cuentos de este libro son El clavel reventón y El amor entre dos ejecutivos.

En el primero de ellos, Cañas plantea la filosófica cuestión de si es posible un amor intenso y verdadero que dure un tiempo cortísimo. Con fina ironía desnuda la vulgaridad y el esnobismo de las conferencias con ‘participación del público’; así como el ataque y el estigma de machista que sufre cualquier hombre que se toma la liberalidad de mirar a una mujer. El cierre es un «final conclusivo» o «cierre factual» de notable confección. (Ahí perdonen los tecnicismos). En El amor entre dos ejecutivos don Alberto pinta una sabrosa alegoría -metáfora que llaman- de las dificultades para la consecución del placer. Hay unos amantes, amantes con un solo coito a su haber entre ellos… y que quieren repetir. Pero… pero son tantas las minucias de la vida cotidiana por resolver que «lo urgente no deja tiempo para lo importante». Este es un buen cuento.

Por último, con el relato Lily y Lily, seamos breves y sinceros: no entendí.

En conclusión: Tanto esfuerzo para nada tiene el mérito de estar bien redactado y de haber sido escrito por don Alberto Cañas Escalante. Fuera de eso, exceptuando un par de cuentos, es literatura con problema en los finales y que entretiene poco.

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