Gracias, Doris Lessing

Me estaba desternillando de risa,me reía de las mujeres libres. Anna WulfSi las jóvenes supieran,si las viejas pudieran… Jane Somers Cómo olvidar la

Me estaba desternillando de risa,
me reía de las mujeres libres.

Anna Wulf

Si las jóvenes supieran,
si las viejas pudieran…

Jane Somers

Cómo olvidar la conmoción que me produjo El cuaderno dorado. Ninguna de nosotras, las que lo hayamos leído, volvió a ser la misma después de esa lectura. La protagonista, esa mujer llamada Anna Wulf, encarnaba no una sino las muchas que nos debatíamos por ser. Cuatro cuadernos de escritura, el rojo, el azul, el amarillo y el negro que, como un delta, venían a dar a la mar del cuaderno dorado, estructuraban una novela fuera de lo convencional. Diferente. El diario de las emociones y el de la vida política, el de las discusiones y las desilusiones y las utopías del siglo XX, el manuscrito de la novela Mujeres libres y los apuntes de posibles temas para futuros emprendimientos literarios.

Porque Anna Wulf, además de mujer, era escritora. Como si vivir peligrosamente con una de estas condiciones no fuera bastante. “En el momento en que me siento a escribir, alguien entra en la habitación, mira por encima del hombro y hace que me detenga”. Las preguntas del para qué, la tartamudez, el desengaño, la fuerza de las cosas, la Biblia y el calefón, los hijos y la mar en coche, la producción obsesiva en medio de pañales y las pausas diarias y, sobre todo, ese dedo grande encima que indica que hay que escribir algo que valga la pena. Y siempre esa autocensura con la subjetividad y sus límites, sobrevolando.

La traducción de El cuaderno dorado, tanto en español como en alemán, llegó en 1978, casi veinte años después de su publicación, y dudo que en esa oscura época haya circulado por las librerías del Cono Sur. Fue en Lima, a fines de los setentas, cuando tuve en mis manos aquella primera edición española de la Biblioteca Universal Caralt, que devoré como una Biblia transgresora, la subrayé y llevé conmigo a través de los países; un libro que, a pesar de su traducción, dejaba entrever una prosa magnífica y una fuerza narrativa, sostenidas ambas por una estructura exigente, distinta, nueva. Volví a él una y otra vez, y cuando estuve a punto de escribir una tesis de doctorado en literatura releí el prefacio, aquel que Doris Lessing incorporó al Cuaderno casi diez años después de su publicación.

Allí escribe: “Mi mayor aspiración era elaborar un libro que se comentara por sí mismo, que equivaliese a una declaración sin palabras, que diera a entender cómo había sido elaborado [….] El libro está vivo y es poderoso, fructificador y capaz de promover el pensamiento y la discusión solamente cuando su forma, intencionalidad y plan no se comprenden, debido a que el momento de captar la forma, la intencionalidad y el plan coinciden con el momento en que no queda ya nada por extraer”.

Cuando finalmente, en 2007, este portento de escritora recibió el Nobel, no faltaron algunos notables de las candilejas literarias que se mostraron abrumados por la decisión de la Academia sueca. Lessing, a una semana de cumplir ochenta y ocho y “eterna candidata” al máximo galardón literario, hacía ya años que había dejado de aparecer en las nominaciones, acaso por cansancio o por eso que llaman oportunidad, y que esta vez apuntaba hacia nuevos favoritos. Que si fue muy tarde, que si ya era una anciana, que por qué otro escritor inglés. Cómo podía ser que después de tanto tiempo la Academia la premiara, se preguntaban. Más asombroso sin embargo es que los temas que trasuntan muchas de sus más de cuarenta obras, como el sexismo, el racismo y el colonialismo, no hayan perdido ni un ápice de actualidad veinte años después de su publicación. Pero además de novela política, Doris Lessing escribió ciencia ficción, ensayos, relatos cortos, teatro y hasta libretos para ópera. Por si fuera poco, cuando ya era la escritora anglosajona más leída, entregó a su agente el manuscrito de su novela Diario de una buena vecina, con el seudónimo de Jane Somers. Lessing quería demostrar que la maquinaria de las editoriales y las reseñas periodísticas no se guían por los méritos literarios, sino por el éxito seguro pegado a un nombre. En efecto, le resultó bastante difícil colocar la novela, y cuando fue editada, apenas si unas pocas periodistas se ocuparon de la desconocida Jane Somers, en quien veían una semejante.

La literatura de Doris Lessing es de lo que no hay, aquello que creíamos recluido definitivamente en los sótanos, derivada a las mesas de saldo, en algún desván del pasado irredento. Gracias a ese Nobel tardío tuvimos el privilegio de verla reeditada no una sino muchas veces. Releo su discurso en la Academia sueca, que Patricia Suárez tuvo a bien publicar en su blog. Dice Lessing:

A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo la pregunta fundamental es: ¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes? A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas. La inspiración. Si un determinado escritor no logra encontrar ese espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos.

Además del “cuarto propio” que exigía Virginia, Doris advertía de la necesidad del espacio espiritual del creador. Lessing, la viajera por tantos mundos, que había nacido en Irán en 1919, pasado gran parte de su infancia y juventud en Rodhesia del Sur (hoy Zimbawe), murió a sus noventa y cuatro años en Londres. Me siento desolada al evocarla en esa foto de 2007 que recorrió los medios, sentada en el umbral de su casa recibiendo a los periodistas, con su tenida azul, su falda amplia, el pelo plateado trenzado y su bolsa del mercado. Con esa voz capaz de desgranar la mejor de las ironías y su picardía de sabia. “Cómo voy a brindar por el Nobel si ustedes ni siquiera han traído el champán”, les reprochaba. Y después saludó con su vaso lleno, diciendo que era ginebra. ¿O sería agua?

Nosotras, sus lectoras, las que aprendimos con ella, las que soñamos con la utopía y, como ella, fuimos defraudadas tantas veces; las que, como ella, no bajamos los brazos, le decimos gracias, Doris. Gracias, crisálida, mariposa.

Esther Andradi es escritora y periodista argentina radicada en Alemania.

Tomado de La Jornada

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