Mi decisión de escribir una obra sobre los procesos de Salem fue de tanteo y primero se vio frenada por problemas técnicos y después por la sospecha de que no sólo me iba a introducir en el desierto políticamente, sino personalmente también. Porque ya en las primeras semanas de meditación de los acontecimientos de Salem, la imagen central, la que se repetía de manera invariable como fresca fuente de energía, era la de un hombre perseguido por la culpa, John Proctor, que, tras acostarse con su criada adolescente, contempla a con horror que la muchacha se convierte en cabecilla de la banda cazadora de brujas y señala con dedo acusador a la esposa que él ha traicionado. Las líneas maestras del argumento eran aún confusas, pero el instinto me decía que, como siempre, no me dejarían indiferente una vez que se manifestasen con plenitud. Así que cuando decidí hacer un viaje de investigación a Salem, Massachussets, donde aún podía hacia mi interioridad al mismo tiempo que hacia el norte, y en ambas direcciones no sin alguna inquietud. El día anterior al previsto para partir me llamó Kazan para pedirme que nos viéramos.
Puesto que no era hombre que malgastase su tiempo, al menos conmigo, y puesto que aquélla era la segunda o tercera llamada que me hacía en el curso de las últimas semanas, sospeché que tenía que sucederle algo grave y que sólo podía ser en relación con el Comité. Fui en coche a Connecticut una lluviosa y pardusca mañana de principios de abril de 1952, maldiciendo la época. Porque estaba casi seguro de que mi amigo iba a decirme que había decidido cooperar con el Comité. Según me había contado en cierta ocasión, hacía quince años había militado en el Partido durante un período muy breve, pero ya no desempeñaba ninguna actividad política, por lo menos en los cinco años que nos conocíamos. La cólera me iba en aumento, no contra él, a quien quería como a un hermano, sino contra el Comité, al que tenía ya por una banda de especuladores políticos con los mismos principios morales que Tony Anastasia o, para el caso, probablemente con menos.
El sol brilló un rato y salimos de su casa para dar un paseo bajo las ramas goteantes de los árboles, envueltos por el aroma de degeneración y regeneración que la lluvia prolongada hace brotar de la tierra en un frío bosque rural. Se me antojó que se esforzaba por aparentar tranquilidad, por presentar el problema como si ya estuviera resuelto, incluso felizmente. No tardó más que unos momentos en contarme el caso, sencillo y del todo normal por entonces. Había revivido una situación y se había negado a colaborar, pero había cambiado de idea y había vuelto a presentarse para hacer una declaración completa en sesión parlamentaria a puerta cerrada y en la que había confirmado el nombre de las docenas de individuos que había conocido en sus meses de militancia en el partido. Ahora se sentía mejor, más seguro de todo. En realidad buscaba mi consejo, casi como si aún no había hecho lo que había hecho ya. Necesitaba mi aprobación; al fin y al cabo no simpatizaba con los comunistas, ¿por qué negarse a declarar entonces?
Pero si algo me inquietaba tanto como aquella historia era la irrealidad en que nos movíamos y que no podía captar. Nunca estaba seguro de lo que significaba yo para él, pero él había entrado en mis sueños como un hermano y a veces habíamos cambiado una sonrisa de comprensión que escapaba a los demás. Al oírle en aquel brete, comencé a asustarme. Había una lógica siniestra en lo que me decía: a menos que se le declarase totalmente inocente ya podía ir abandonando la idea, en el pináculo de su energía creadora, de hacer otra película en Estados Unidos y era probable que no se le concediera el pasaporte para irse a trabajar al extranjero. Aunque seguía teniendo la posibilidad de trabajar en el teatro, éste no monopolizaba ya sus intereses en primer término, quería dilatar el horizonte de su vida cinematográfica; era lo que más deseaba en el mundo, y su antiguo jefe y amigo Spyros Skouras, presidente de la Twentieth Century-Fox, le había dicho literalmente que la empresa no le contrataría a menos que satisficiera las exigencia del Comité. Mientras me lo contaba pensé que a personas con menos inteligencia les sería fácil tomarse a broma la situación, pero en mi opinión Kazán era un genio del teatro, en lo que afectaba a actores y textos era un profeta que trabajaba en un sentido totalmente diferente del de otros directores. Que se le inquiriese trabajar y se le echase a la calle sería para él como una pesadilla en la que el mundo se hubiera puesto cabeza abajo. Siempre había dicho que descendía de supervivientes y que trabajar era sobrevivir. Hablaba con toda la tranquilidad que podía y a mí me dio la sensación de que allí en el bosque, ante mí, se perfilaba el contorno de una catástrofe muda, porque simpatizaba con él y al mismo tiempo temía por su muerte. Si yo hubiera sido de su generación, también a mí habría tenido que sacrificarme. Y ya no pude pensar más en ello. No podía franquear aquel muro.