Rafael Menjívar Ochoa 1959-2011: Una despedida al gran amigo

La noticia va a correr como un reguero de pólvora, me dijo Jacinta Escudos cuando me avisó que Rafael Menjívar Ochoa había muerto. Y

La noticia va a correr como un reguero de pólvora, me dijo Jacinta Escudos cuando me avisó que Rafael Menjívar Ochoa había muerto. Y así fue. Las secciones culturales de los diarios desde México hasta Argentina, así como revistas culturales y sitios en internet confirmaban el fallecimiento del escritor luego de una larga y dolorosa batalla contra el cáncer.

Rafael era un hombre extraordinario, de esos que aparecen cada tanto para recordarnos las posibilidades del ser humano o para desengañarnos de pesimismos y desesperación.

Su padre, Rafael Menjívar Larín, era el rector del a Univesidad de El Salvador cuando entraron los militares en 1972 y tuvo que huir del país con su familia. De ahí que él se criara y pasara buena parte de su juventud en Costa Rica y México, donde luego se desenvolvió como profesional, guionista, periodista y escribió sus primeras narraciones. Allí también adquirió el acento mexicano y algunos dichos que le venían muy bien y lo caracterizaban.

Poeta, narrador, periodista, músico, traductor, guionista, todo cuanto emprendió lo hizo con tal dedicación y vehemencia que pronto alcanzó la maestría.

Publicó una veintena de libro entre poesía, ensayo, novela y cuento. Fue traducido al inglés y al francés y publicado en editoriales de Centroamérica, México, España, Francia y Estados Unidos. Maestro del género de novela negra, Rafael Menjívar desarrolló una obra narrativa sólida que le valió el reconocimiento internacional.

Detestaba el mal gusto y era capaz de hacérselo saber a quien estuviera para oírlo. Amigo de un hablar franco, no estaba para dobleces, pero era capaz de escuchar con atención y genuino interés los esfuerzos literarios de los más jóvenes.

En 2001 fundó La Casa del Escritor, porque no creía que se tratara solo de un sitio donde presentar libros y reunir de vez en cuando a algunos escritores, sino un espacio activo de producción literaria

Cuando los terremotos de ese año, no vaciló en irse de voluntario a salvar vidas y auxiliar a los miles de castigados por la naturaleza.

Amante del cine, la música, las largas charlas y los infaltables cigarrillos, su tertulia era un derroche de erudición, análisis y juicio crítico que podía prolongarse por horas.

Sus novelas de lenguaje eficaz como pocas, tramas sin concesiones y descarnados retratos de sus personajes lo coronan como un alto representante del género negro en Latinoamérica.

Obras como “Historia del traidor de Nunca jamás”, premio latinoamericano de novela “Los héroes tiene sueño” “Trece”, “De vez en cuando la muerte”, lo confirman como uno de los autores más destacados de la región.

Su último libro de cuentos “Un mundo donde el cielo cae y cae”  fue publicado originalmente en francés.

Junto con Jacinta Escudos y Horacio Castellanos Moya conforman lo más representativo de la llamada Generación del Desencanto, narradores cuya obra destaca después de la guerra civil.

Como en la frase final de la conción The End de los Beatles, “el amor que tomas es igual al amor que hiciste.” Sus últimos días estuvo rodeado de amigos, gente que lo quería profundamente, discípulos literarios de La Casa del Escritor,  incluso se creó una red de apoyo para contribuir con los elevados costos del tratamiento médico a que fue sometido.

Rafael Menjívar Ochoa nació en El Salvador el 17 de agosto de 1959. Murió en la madrugada del 27 de abril de 2011, tranquilo y sosegado, dijo su esposa, la joven poeta Krisma Mancía.

Las letras centroamericanas perdieron a uno de sus mayores exponentes, yo, además, perdí a un gran amigo.


Poema

III

Si me muriera ahora extrañaría

lo que viví en tu piel: la fiel distancia

de mi casa a tu pecho,

de mi mano a las grietas

de un corazón abierto que no me ama.

Si me muriera ayer,

si tan sólo muriera;

si vinieran tus ojos a mirarme,

si cantara en la niebla que me diste por voz,

si me buscara en vano, si te fuera a buscar,

si te encontrara,

si mi última noche fuera ayer

y no mañana

y no cuando tu olor ya no existiera;

si hoy no fueras tú, sino ya nada,

si las fotos no fueran más que fotos,

si fueran sólo nada;

si nada más que nada en los momentos

que ya no pasan,

si no pasara nada;

si no hubiera dolor,

sino ya nada,

qué de calor sin llamas, qué de vueltas

sobre el largo y el ancho de esta cama

que nunca visitaste sino a medias,

sino a distancia.

(Del colchón a tu espalda,

del olor a las válvulas de tu sexo con nombre,

de tu rodilla anclada en otras ansias;

de la suerte al momento de la nada,

hay una gran distancia, amor,

hay una gran distancia.)

Qué de cintura, en fin, al borde de otras manos,

qué de sudor que acaba en tempestad,

en carne inútil, en vértebra encarnada.

Qué de huesos sin dueño, malditas las miradas

que pisaron con ansia tus pisadas;

qué de olvido sin suerte, qué de muertes

para una sola vida, para un fuego sin llamas.

Si alguien muriera hoy,

si yo muriera,

si tú no me contaras en pasado, si viniera

a mi casa un dolor con otro nombre;

si no fuera tu nombre

un alfabeto roto, una distancia

más grande que vivir sin esperanzas;

si te volviera a ver con otra ropa,

si ya no fueras tú, si otro te viera

y te rompiera el alma,

qué de besos perdidos, qué de llagas;

qué de rumores nuevos y sonrisas sin boca,

sin la huella fugaz de quien fue bien amada.

Qué pálido el rubor. Qué fiel la rancia

lápida con tu nombre y apellido,

con tu calle y tu número grabada.

Qué de cadáveres ciegos se rompieran

en el rincón más triste de mi cama.

¿Y qué será del tiempo?

¿Y qué será mañana?

¿Cuándo será mañana?


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