El escritor y gran crítico español José Manuel Caballero Bonald, recién galardonado con el premio Cervantes, comenta en este extracto de su reciente libro Oficio de lector, la obra de Vargas Llosa respecto de dos grandes de la literatura latinoamericana, García Márquez y Onetti.
Decía Vargas Llosa que, en algún momento de su vida estudiantil, dudó entre dedicarse a la creación literaria o bien a la investigación histórica. Parece evidente que esa disyuntiva no se ha resuelto del todo o, mejor dicho, se ha traspasado a su obra con palmaria nitidez. El narrador no parece olvidarse nunca de ese consabido engranaje entre la literatura y la historia. Y no ya porque eso sea fácilmente rastreable en su producción novelística (pienso sobre todo en La guerra del fin del mundo, La Fiesta del Chivo o El paraíso en la otra esquina), sino porque la atención a los estudios históricos se ha mantenido inalterable a través de ese medio siglo de práctica de la literatura en general y de la narrativa en particular: desde Los jefes, que es de 1959, hasta su más reciente artículo publicado en la prensa diaria. No quiero decir con esto que Vargas Llosa haya cultivado en sentido estricto la novela histórica, que es género propenso al espejismo, sino que ha usado la historia como ingrediente provechoso, dinámico, a medio camino entre el testimonio y la invención, para un determinado montaje argumental. O para demostrarnos una vez más que las fronteras entre la realidad y la ficción son, literariamente hablando, inapreciables.
Cuando me refiero a los estudios históricos deben entenderse no solo en un carácter social o político, sino en cualquier otro sentido, incluido el filológico. Ya se sabe que indagar en los recovecos de la literatura equivale en muy notable medida a conocer mejor la historia, o esa parte de la historia que los historiadores no cuentan. Más de una vez se ha dicho que la novela pone de manifiesto, saca a flote esa verdad última que la historia apenas consigna o apenas deja traslucir desde la estricta exposición documental. Pienso que Vargas Llosa siempre ha tenido muy en cuenta esa −digamos− apelación del escritor al soporte histórico, a la testificación social. La novela entendida como una versión de la historia, a veces más expresiva que esta, actúa en este caso hasta en los momentos menos evidentes o menos deliberados. Es como un argumento adicional que funciona a manera de subtexto.
Es muy posible −o así lo creo− que esa actitud ha llevado a Vargas Llosa a interesarse de modo palmario por la literatura de los demás, pensando que también por ahí podía entenderse mejor la historia que a todos nos atañe en alguna medida. Así lo atestiguan esos abundantes prólogos y estudios sobre autores y cuestiones literarias. Una simple enumeración basta para entender el alcance fundamental de esa actividad crítica, cuya temática va de Joanot Martorell a José María Arguedas, de Victor Hugo a Flaubert, de García Márquez a Cortázar, de Camus a Sartre, de Cernuda a Lezama Lima, de Borges a Onetti. En todos esos ensayos el autor de La Fiesta del Chivo ha dado muestras sobradas de dos notables atributos filológicos: la inteligencia del lector y la lucidez del investigador. Es muy posible que alguien descubra aquí y allí ciertas naturales desavenencias de enfoque, pero nadie dejará de reconocer que la obra crítica de Vargas Llosa es en conjunto de una intachable solvencia.
Considero indispensable en este sentido, y por no salir del ámbito de la novela latinoamericana, citar dos de las más sólidas y reconocidas aportaciones de Vargas Llosa a la crítica literaria en torno a la narrativa hispánica contemporánea. Me refiero a Historia de un deicidio, a propósito de García Márquez, y a El viaje a la ficción, sobre Juan Carlos Onetti. El novelista rinde tributo en esos dos libros excelentes a otros dos novelistas predilectos. Indagar en la obra de un escritor a través de una serie de soldaduras entre su vida y su literatura, supone sin duda un ejercicio gustoso, pero también un tácito homenaje. En el texto que prologa y da título a El viaje a la ficción, el autor reflexiona con suma inteligencia sobre el carácter social y simbólico de los antiguos contadores de historias, esa figura del «hablador» que subyugó a Vargas Llosa durante un viaje por la Amazonía de su país y usó como embrión especulativo de una novela y de reclamo para alguna que otra incursión en la teoría de la literatura.
Con Historia de un deicidio (1971) Vargas Llosa corrobora su brillante capacidad analítica. Un poco en contra de las teorías formalistas −entonces muy en boga− que defendían que en el examen de una obra de ficción había que prescindir de su autor, es decir, que vida y obra son conceptos divergentes, Vargas Llosa fusiona en este texto magnífico la biografía de García Márquez y su narrativa. Quiero decir que para explicar mejor su obra le sigue la pista a las andanzas del novelista desde su infancia y primera juventud en tierras colombianas hasta sus consecutivas estancias en Barcelona y Ciudad de México, sin olvidar sus itinerarios por medio mundo. La vida del autor de Cien años de soledad corre aquí paralelamente al desarrollo de su obra. Incluso podría decirse que, en cierto modo, una es consecuencia de la otra. Se escribe como se ha vivido o, al revés, se vive de acuerdo con lo que se escribe, por recurrir a una idea eminentemente romántica. Vargas Llosa, al reunir esos cabos sueltos en torno a la experiencia vital de García Márquez, contribuye también a trazar un cuadro suficiente de la historia que ha servido sucesivamente de escenario de su actividad creadora. Es justo consignar en este sentido la lucidez indagatoria de un escritor a propósito de otro escritor que es a su vez personaje de la historia narrada.
Llama también la atención la perspicacia de Vargas Llosa en la exploración pormenorizada de una de las cualidades que mejor definen la personalidad literaria de García Márquez: la alianza entre la imaginación y la realidad, entre la fantasía y la historia. Es lo que se conoció con el nombre de realismo mágico, algo así como una mezcla de la novela picaresca y el cuento de hadas, que García Márquez elevó a su máxima temperatura creadora. La pericia con que el novelista colombiano consigue soldar lo real objetivo con lo real imaginario es de una impecable eficacia. Y lo más llamativo es que el lector apenas consigue establecer diferencias entre la verdad y la invención: asimila lo que va descubriendo en la lectura, por muy fantasioso que parezca, como si fuesen episodios extraídos de la más cotidiana realidad. Y eso aún se hace más evidente −o más abierto a la controversia− una vez verificada la investigación del autor en todos estos episodios literarios.
Vargas Llosa vincula en El viaje a la ficción, como ya hiciera en Historia de un deicidio, toda una serie de pesquisas biográficas sobre Onetti con la propia evolución cíclica de su obra. El método resulta de veras provechoso y responde a un sutil engranaje entre las calas filológicas y su canalización comunicativa, entre el análisis textual y la eficiente manera de conducirlo, aun admitiendo la existencia de ciertos forzados reajustes en el equilibrio teórico del texto. Vargas Llosa disecciona cada una de las novelas de Onetti, demorándose en muy distintas vertientes de esa mezcla de fascinación y complejidad que fundamenta su universo narrativo. Afirma Vargas Llosa que Onetti, desde su primera novela, El pozo (1939), «abre las puertas de la modernidad a la narrativa en lengua española». Una aseveración tal vez demasiado tajante, pero que no lo es si se atiende a la diversificación del punto de vista y del espacio temporal fácilmente rastreables en la obra del autor de El astillero, una peculiaridad oriunda, como bien se sabe, de la maestría innovadora de Faulkner. Los nexos presuntos entre la mítica Santa María onettiana y el faulkneriano condado de Yoknapatawpha han sido aceptados alguna vez por el propio Onetti, de modo que insistir en ese paralelismo no es más que darle la razón al autor.
Uno de los ascendientes literarios que Vargas Llosa atribuye a Onetti es el de Borges. Pues según y cómo, creo yo, así como pueden atisbarse −y así se razona en este libro− otros influjos de naturaleza propiamente estética, el de Borges resulta más bien debatible. Yo al menos no encuentro ninguna afinidad ni en los aderezos de la prosa ni en la sustancia poética que la enaltece. Tampoco coinciden en nada la personalidad de ambos escritores. Pienso que una vaga impregnación de rasgos literalmente fantásticos no basta en puridad para hablar de influencias. Claro que la prosa de Borges dispone de ciertos modales estilísticos que pueden llegar a contaminar, casi de un modo subrepticio, a algún que otro escritor desprevenido. No obstante, en el caso de Onetti el trasfondo poético, la intención artística, tienen muy poco en común con el universo borgiano. La ficción entendida como «mundo alternativo» constituye uno de los ejes conceptuales de este estudio. La consabida idea de que la literatura en modo alguno es una transcripción, sino una sustitución, una versión excéntrica de la realidad, funciona efectivamente como andamiaje teórico de El viaje a la ficción. Y me parece muy bien que así sea. Onetti resuelve la historia más o menos acotada en cada una de sus novelas por medio de unos modales léxicos y sintácticos que encubren una alternancia impredecible de hermetismo y luminosidad. Los personajes de ficción valen aquí tanto como autorretratos fantasmales. Y esos espacios cerrados donde se estacionan los mismos seres erráticos, los mismos marginados y perdedores, bien pueden ser el trasunto de una experiencia histórica desdichada.