Los críticos y los escritores

El siglo XX nos ha heredado a los especialistas: un tipo de seres humanos que parece interesante, pues estos dominan un tema específico con

El siglo XX nos ha heredado a los especialistas: un tipo de seres humanos que parece interesante, pues estos dominan un tema específico con respecto al número restante de los miembros de la especie humana. La literatura no escapa de tener especialistas. Salvo que una cosa es la literatura, otra es ser escritor y otra ser crítico. Nos ocuparemos rápidamente de los dos últimos. La primera considero que es existencialmente indefinible.

El crítico te habla con términos que sólo ellos entienden, así como los médicos, los físicos o los carpinteros calificados.  Un crítico suele ser una persona que ha estudiado en una Universidad. Un escritor es “un alma atormentada” en un cuerpo que respira gracias a que siente el impulso inminente de que debe escribir de esto o aquello si quiere seguir viviendo. El escritor puede ser un ladrón, un truhán, o un vago, o un señor, o una cautivadora joven o un desahuciado ancianito. En todo caso el crítico entiende que él debe comer todos los días, que ha de decir cosas en una revista universitaria, que debe sentenciar el destino de unos intentos de poema de quien probablemente no conoce y a quien es muy posible que estime como aprendiz y a hasta ser de sexta valía (reléase lo  ya dicho sobre los oficios del escritor) que es necesario fumigar, para así evitar la potencial plaga difusiva de sus escritos. El crítico no entiende que el escritor puede pasar hambres, que puede intentar cualquier cosa para escribir, que se puede escribir para no morir y que el escritor tiene tanto que escribir que no le presta la menor importancia a lo que los críticos digan.

El crítico vive en su status social, vive de declarar si esto sirve o no, de hacer estadísticas de una palabra en un texto o en un autor; el escritor no puede entender de técnicas, considera que las técnicas son para un cirujano o un albañil; el escritor escribe y recomienda que, si un texto no se entiende, pues que se lea cuantas veces sean necesarias hasta entender. Heinrich Böll, Robert Musil, Antonio Gala, Philip Roth, William Faulkner, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Isabel Allende, Rosa Montero y hasta Federico García Lorca, por citar sólo unos, hablan de no reconocerse en lo que enseñan los críticos sobre sus obras. Y es que al escritor no le interesa lo que digan de él; antes bien, le parece llamativo que el trabajo del crítico sea un modus vivendi y un status. Al escritor le interesa competir contra sí mismo y exprimir su alma entre la tinta y el papel; y puede experimentar siempre la desazón de haber querido hablar sobre la belleza de una constelación en una noche primaveral en las tierras nórdicas y sentir que sólo ha logrado trasponer desde su alma la presencia de una piedra. Por eso, el escritor vive en paradoja: sentir que debe decir y nunca es suficiente.

¿Qué se necesita, entonces, para ser escritor? Los escritores no lo saben. Hölderlin, S. Zweig, Faulkner, Freud y Dostoyevski coinciden en afirmar que el escritor padece de “una irresistible posesión demoniaca”, una especie de castigo o carga, un destino que mueve inexorablemente a escribir y al que es imposible sustraerse. Pero un crítico es un científico, no entiende de posesiones diabólicas ni de exorcismos. El crítico desde su Cátedra dicta el saber y evalúa declarando siempre “esto es bueno”, “esto es malo”.

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