Atando cabos en torno a la marcha por la vida (sic)

Pensar, y hacerlo bien (puesto que seguramente hacerlo mal no equivale a pensar, sino sólo a chisporrotear), se asemeja a la labor de atar

Pensar, y hacerlo bien (puesto que seguramente hacerlo mal no equivale a pensar, sino sólo a chisporrotear), se asemeja a la labor de atar cabos: de ir construyendo, como armando piezas, de concordar cosas que parecen disparatadas a primera vista pero que mantienen una alianza secreta y férrea. Y esto porque el mundo es confuso, y porque uno de los ideologemas clásicos es difuminar, desvincular relaciones que dan razón de lo que pasa. Lo que les sirve a las personas que dominan el mundo, y que se benefician de ese dominio, es que haya gente confundida, esto es, gente que precisamente sea incapaz de atar cabos.

En el pasado he confrontado a personas que dieron su voto a favor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, haciéndoles notar el estado tan deteriorado del país, la rampante y, a veces, abiertamente descarada corrupción, el encarecimiento del nivel de vida, la falta de oportunidades, el notorio estancamiento general del país que se manifiesta en la siempre creciente desigualdad social, la tan tristemente risible estatura moral e intelectual de las personas que llegan al Congreso, y el hecho irrefutable de que el país no parece marchar hacia mejor sino todo lo contrario. “No tiene nada que ver una cosa con la otra,” dicen.

En días recientes, aparecen en la prensa noticias aparentemente inconexas.

Por una parte, el Estado de la Nación (ese espejo de la realidad costarricense que año a año diagnostica la enfermedad, pero que no se atreve a dar cuenta de sus causas más profundas) nos recuerda que Costa Rica no es un país de energías limpias, ni ambientalmente sostenible, ni de zonas protegidas consolidadas, ni sólidamente democrático, ni un lugar donde haya combate contra la pobreza y la desigualdad, ni siquiera un país de gente educada. La escolarización del ciclo diversificado es insuficiente, lo cual se traduce en que un 60% de la fuerza trabajadora del país sea no calificada. Es decir, pasamos muy de lejos de aquella lista que reúne a los países con mejor educación en el mundo. Somos, no sólo en fútbol, sino también en educación, una nación atrasada (Fuente: Gustavo Fallas, “Estado de la Nación revela 13 mitos sobre la realidad social, económica y ambiental del país”. Amelia Rueda, 14/11/2013).

Por otra parte, se manifiestan decenas de miles, si no es que cientos de miles, en las calles de San José a favor del conservadurismo eclesial, atienden un llamado donde, además, se promete a los feligreses el perdón de los pecados (a la vieja usanza, cabría agregar, de las indulgencias de la edad media) (Fuente: Alberto Barrantes, “Iglesia ofrece perdonar pecados de quien vaya a caminata por la vida”. La Nación, 13/11/2013).

Anteriores estadísticas en torno a las prácticas culturales de los costarricenses, ya nos habían aguado la tarde al recordarnos que el costarricense promedio no gusta de la lectura, es decir, que la mayoría de la gente que habita este país está ampliamente desinformada: el 98% de los costarricenses puede leer, pero el 50% son alérgicos a los libros (Fuente: David Ulloa: “La lectura en Costa Rica: el por qué de los números”. Red Cultura, 25/09/2012).

Ahora bien, planteemos una serie de cuestiones: ¿Habrá que recurrir a la magia para comprender por qué la marcha por la discriminación (lo de la vida es, claro está, un mero eufemismo) convoca con tantísima fuerza a tantas personas? ¿Habrá que buscar las razones en el más allá? ¿En la intangible fe de los creyentes? ¿En la perenne influencia de la Negrita? ¿Habrá que buscar sesudos análisis en la psicología social para explicar que el candidato del Partido Liberación Nacional lidere las encuestas después de estos últimos ocho nefastos años? En suma, ¿debemos darnos de cabezazos contra un muro para entender, entre otras cosas, la incomprensión generalizada de los costarricenses por los derechos humanos?

Permítaseme nomás ponerlo en duda. Solamente hay que atar cabos.

 

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