Dickens, 200 años: Fuego escénico

T.S. Eliot señaló que «los personajes de Dickens son reales porque no existe nadie como ellos». Yo modificaría la frase diciendo que «son reales

T.S. Eliot señaló que «los personajes de Dickens son reales porque no existe nadie como ellos». Yo modificaría la frase diciendo que «son reales porque no se parecen unos a otros, pese que a menudo se parecen un poco más a nosotros que entre sí».

Quizá la voluntad, no importa cuál, difiera más entre nosotros en cuanto a intensidad que en cuanto a especificidad. El secreto estético de Dickens parece ser que sus villanos, héroes, heroínas, víctimas, excéntricos y hasta seres decorativos se diferencian entre sí por la clase específica de voluntad que poseen. Como esto es muy difícil para nosotros, humanos, suscita una ausencia de realidad en Dickens. El precio a pagar es alto, pero es mejor salir ganando algo que nada y Dickens obtiene más de lo que pagó. También nosotros obtenemos mucho más de lo que debemos dar al leer a Dickens. Esta acaso sea su virtud más shakespeariana y provea el tropo crítico que busco para él. Henry James y Proust nos lastiman más que Dickens y lastimar es su objetivo o una de sus intenciones principales. Lo que nos lastima en Dickens nunca tiene mucho de deliberado porque no puede existir una poética del dolor allí donde ha cesado la voluntad hasta tornarse tristemente uniforme. Dickens ofrece más bien una poética del placer, que seguramente vale el precio de nuestra pequeña inquietud ante su negativa a entregarnos una exacta representación mimética de la voluntad humana. Dickens escribe siempre sobre los impulsos y por eso las lecturas supuestamente freudianas de sus libros resultan algo tediosas. La metáfora conceptual que sugiere al representar personajes no es el espejo de Shakespeare ni la lámpara romántica, tampoco el carnaval rabelaisiano ni la estética de Fielding. “Fuego escénico” es el concepto adecuado, pues el “fuego escénico” remueve algo de la realidad de la voluntad, pero solo en tanto la modifi ca. El sustantivo que queda es “fuego”. Dickens es el poeta de los impulsos fogosos, el que verdaderamente celebra el mito freudiano de los conceptos fronterizos, del terreno que se extiende en el límite entre la psiquis y el cuerpo, y cae en la materia, aunque participa en la realidad de ambos.

DAVID COPPERFIELD
Si el escritor de peso puede ser definido como aquel que afronta su propia situación, su dependencia con un precursor, solo encontraremos a unos pocos escritores de peso, después de Homero y los autores del Hexateuco, sin un sentido de contingencia. Estos son los “grandes originales” y no son muchos; Shakespeare y Freud se cuentan entre ellos y también Dickens, quien, como Shakespeare y Freud, no tuvo verdaderos precursores o tal vez sea más exacto decir que deglutió a Tobias Smollett de modo casi idéntico a como Shakespeare devoró a Christopher Marlowe. La originalidad, o una genuina libertad frente a lo contingente, es el rasgo más destacado de Dickens como autor. Como la influencia de Dickens ha sido inmensa, incluso en escritores tan diferentes como Dostoievski y Kafka, nos cuesta bastante ver hoy lo original que fue en su momento.

Dickens constituye hoy en día un hecho o una situación que ningún novelista posterior puede trascender o evadir sin el riesgo de automutilarse. Consideremos la diferencia entre los dos maestros de la ficción modena: Henry James y James Joyce. ¿No es Dickens la diferencia? Ulises se conforma con Dickens, de él proviene su exuberancia. Poldy es más grande, me parece, que cualquier personaje puntual de Dickens, pero tiene características claramente dickensianas. Lambert Strether, de Los embajadores, no tiene ninguna de esas características y es más pobre debido a ello. Parte de la diversión en La princesa Casamassima parece estribar en que, por una vez, James logra una óptica dickensiana de la vida, algo que falta incluso en Retrato de una dama y que extrañamos (o al menos extraño yo, pese a los pasajes espléndidos) en La alas de la paloma o en +La copa dorada.

La historia personal de David Copperfield, que es la más autobiográfica de las novelas de Dickens, ha sido tan influyente en los sucesivos retratos del artista joven que debemos esforzarnos para apreciar la feroz originalidad del libro. Es la primera novela terapéutica, escrita en parte para la curación del propio autor o para consolar la permanente angustia adquirida en su infancia y su juventud. La estima que Freud sentía por David Copperfield parece inevitable pese a que propició un sinnúmero de lecturas erróneas dentro de ese increíble colectivo llamado “crítica literaria freudiana”.

Edgar Johnson, biógrafo de Dickens, rastreó la evolución del libro a partir de un fragmento de autobiografía abandonado, con una poderosa aunque acaso falsa declaración: “No escribo con un tono de resentimiento o enojo porque sé que todas esas cosas contribuyeron a hacerme lo que soy” En lugar de representar a sus propios padres como si fueran los de David Copperfield, Dickens lo convirtitó en los Micawber, un cambio que produjo un asombroso pathos y evitó un dolor personal que habría producido una significación mayor. Pero David Copperfield era, como dijo Dickens, su hijo predilecto y le satisfizo el deseo de convertirse en su propio padre. De ningún otro libro él habría dicho: “Siento que estoy enviando una parte de mí al misterioso mundo” Kierkegaard nos previno de que “quien desea hacer el trabajo da a luz a su propio padre”, en tanto Nietzsche irónicamente dijo que, “si uno no tiene un buen padre, entonces es necesario inventar uno”. David Copperfield sigue más el espíritu del adagio de Kierkegaard pues Dickens se convierte más o menos en el padre de David. […].

Si hay un acertijo estético en la novela, este es por qué David posee y sugiere tal sensación de sufrimiento y de pesar en su fase Murdstone, por así llamarla, y aun antes. La intensidad del pathos es ciertamente desproporcionada con la experiencia ficcional que vive el lector. Dickens se invistió a sí mismo tanto dentro como fuera de David, por lo que siempre falta algo en la auto-representación. Sin embargo, la voluntad -de vivir, de interpretar, de repetir, de escribir- sobrevive y florece en forma permanente. La energía sobrenatural de Dickens penetra a David y discrepa un poco con la inseguridad del aparente rechazo de David a explorar su interior. Lo que marca con fuego escénico la representación que Dickens hace de David no es el exceso de los tempranos sufrimientos ni la tediosa idealización de su amor por Agnes, sino la vocación de novelista, el impulso de contar una historia, en especial la historia propia, que envuelve a David con el fuego de lo que Freud daba en llamar pulsiones.

La grandeza de Dickens en David Copperfield tiene poco que ver con la potencia mucho mayor que exhibe en Casa desolada, la cual podría competir con Clarissa, Emma, Middlemarch, Retrato de una dama, Mujeres enamoradas y Ulises por ser la novela más eminente en lengua inglesa. David Copperfield pertenece a otro orden, pero es el punto de partida de ese orden: el relato del novelista acerca de cómo él o ella atravesó la experiencia en aras de obtener un segundo nacimiento en el deseo de narrar, destino del contador de historias.

Tomado de El Cultural

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