Benoit Magimel como el monarca Luis XVI.
La dinastía de los Luises inició en 814 con el hijo de Carlomagno. De Bizancio proviene el absolutismo que logra su máximo esplendor en Occidente con Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715). En su largo y poderoso reinado impulsó el culto a la personalidad y levantó en los pantanos de Versalles, a pocas millas de París, el célebre e inmenso castillo, espejo de su ambición y de su control centralista. Llevó guerras por doquier y manejó con mano firme los destinos de Francia. Asimismo, se entregó desde niño a la danza y a la música, y promovió las artes, las que defendió del embate de los puritanos que protegía su madre. Dos figuras sobresalen entre los artistas que le rodearon. El irreverente dramaturgo Jean Baptiste Poquelin (Molière -con cuyo nombre opera una sala de teatro josefino-) y el sensual músico Jean Baptiste Lully.
El título original del filme,»El Rey Danza», es más preciso y sugestivo. Del realizador belga Gérard Corbiau vimos en Costa Rica otras dos notables reflexiones sobre las artes escénicas y el señorío de la música. «Farinelli» es una brillante recreación de la vida del célebre castrato, de su entrañable hermano Ricardo, compositor mediocre, y de los conflictivos lazos con el compositor Handel. «El maestro de música» cuenta de la tensa relación entre un tutor y sus dos alumnos -por cierto, este hermoso filme lo protagoniza el barítono José Van Dam, a quien luego admiramos en el Melico Salazar-.
El estilo y el tratamiento de ambos reaparecen en «La pasión del rey». Suntuosa recreación de época, vocación por el lujo y el esplendor y fundamentos históricos precisos, por una parte. Protagonismo de la música y las artes escénicas, que constantemente dominan la pantalla y el tiempo, por la otra, Y como tercer aspecto, el talento de los personajes, indudable en algunos, discutible en otros, visto desde la doble óptica de las intrigas por el poder, y de las pasiones individuales -los afectos y desafectos-, incluida la crudeza del sexo.Muy ambicioso, sin duda, Corbiau logra éxito en cada apartado, mas el conjunto no alcanza la síntesis ni el vigor posibles. Se siente que se alarga y se vuelve reiterativa. La distancia que como monarca mantiene el Rey, y la poca simpatía que despierta Lully, el arribista, contribuyen a una frialdad que le resta a un filme por demás atractivo, bien interpretado, realizado con pericia y que se puede meditar con provecho. Pero ese toque genial que alumbra su «Farinelli» aquí no aparece.
Vale eso sí, por el regusto en el fasto y el fulgor. Por los detalles históricos. Por la descripción de las luchas intestinas de palacio, disimuladas con rubores, sedas y artimañas. Y por asomarse a las pasiones básicas de los seres humanos en la desnudez de la conciencia. Aunque duela comprobar que la envidia es mayor que el ingenio, que la lujuria del poder ahoga la del amor, que la mentira y la traición convierten el cinismo en el leit motiv de esas marionetas del miedo, especialmente, en el caso del italiano vergonzante Lully.
Al final, desde el magnífico salón de Versalles, Luis XIV, se pregunta por la música del mismo modo que el agonizante Ciudadano Kane pronuncia «Rosebud» en el clásico de Orson Welles. ¿Cuándo se hartará el ser humano de la inevitable soledad del poder? ¿Acaso algún día comprenderá una mayoría la inconmensurable plenitud del amor?