La teta asustada es cine poético y a la vez realista, que no dice, sino que musita. Poblado de metáforas y alusiones a las secuelas del terror y el abuso. Pero débil como relato; apenas si tiene acción dramática y tiende a ser reiterativo, quizá a propósito.
Su extraña anécdota –un tubérculo protege la vagina de la joven protagonista para que “el asco detenga a los asquerosos”- es el eje en la descripción de ese miedo hecho cuerpo que deambula como un muerto viviente (qué diferente este contexto sociopolítico al de los entretenimientos hollywoodenses llenos de zombis). Violaciones masivas que dejaron mudas a sus víctimas, tanto como a la sociedad que las facilitó.
Una obra seca, parca, casi minimalista; obliga al espectador a completar las imágenes que faltan, a reescribir la historia difuminada en el rostro adusto y triste de ella.
Su autora, Claudia Llosa, es una peruana radicada en Barcelona, con sólida formación como cineasta, que llamó la atención con “Madeinusa”. Y sí, es sobrina, tanto del escritor Mario Vargas como del realizador Luis.
Su segundo largometraje lo vi en la Sala Garbo en compañía de dos colegas que salieron extasiados; éste ha logrado impresionantes galardones, como el Oso de Oro en Berlín y primeros lugares en los festivales latinoamericanos como La Habana, Bogotá, Guadalajara y Mar de Plata. Asimismo, la nominación al Goya y al Óscar. Sin embargo, en su propio país ha sido polémico, y pese a estas distinciones nos parece difícil de asimilar. Su recorrido recuerda al de “Ciudad de Dios”, también ambientada en un asentamiento pobre y periférico. Pero la expresiva y paradójica vitalidad de la primera, contrasta con esta melancólica pintura.
El curioso título alude al miedo transmitido de madres a hijas durante los 80 y 90, cuando la violencia de las guerrillas (especialmente Sendero Luminoso) y el ejército asolaron con pueblos enteros (el departamento de Ayacucho fue el más castigado). Esa expresión se refiere a un alma que teme y se esconde, y condena a su portadora a vagar sin rumbo, aterrada.
La violencia senderista surgió como respuesta obtusa –un maoísmo tropical- a una pavorosa injusticia centenaria y provocó una atroz represión gubernamental. Es uno de los peores ejemplos de destrucción sistemática de pueblos y etnias de nuestra mutilada América Latina.
El Perú es diez veces más extenso y mucho más diverso que Costa Rica. La fría sierra andina, la desértica costa del Pacífico y la densa selva amazónica -territorios opuestos- albergaron una rica historia aborigen, con sucesión de pueblos notables, hasta que la cultura inca fue sometida por los invasores hispanos.
Sus descendientes malviven hoy en un país fragmentado y ahíto de violencia. Lo recorrí el año pasado y me impresionó el confort de barrios como San Isidro (Miraflores), tanto como la acentuada miseria en barriadas suburbanas y los desolados conos alrededor de Lima y su centro colonial. Extendidos por la tierra yerma, aruñando el desierto, estos villorrios que solo pintan sus casas con las consignas de los políticos, siempre a medio levantar por falta de recursos y para no pagar impuestos, con frecuencia sin agua ni electricidad, sobreviven como fantasmas, pero preservan, en la mescolanza de ritos y costumbres, espacios para un ingenuo amor a la vida, esa que se les niega y a la que se aferran con fervor.
El filme muestra el mundo de los desposeídos con aciertos en su fotografía de tono documental. Es una obra de atmósferas, que revela, además, la casona de raíces coloniales que habita una pianista acaudalada, la que envidia el canto espontáneo de la triste protagonista que hace de sirvienta (ella canta en su lengua materna quechua con un dolor que apacigua el mismo canto).
Un jardinero reflexivo le facilita un tímido acercamiento a la temida masculinidad. Y finalmente ella desiste de conservar su escudo enraizado y el filme concluye con tres imágenes que combinan la modesta figura de la chica frente a la inmensidad del mar (recordé “Los 400 golpes”), la papa que se extrajo ya florida (emblema y fundamento de las culturas andinas), y, casi al margen, dos niños que juguetean, subrayado a la capacidad popular de sobrevivir con alegría en las más duras condiciones.