Es tarde en la noche en casa del escritor Carlos Cortés en Barrio Escalante. La última estación del día, la lluvia y una casa en particular ubicada en La Sabana, en San José, ejercen una fascinación enigmática, muchas veces amenazante y dolorosa, al autor de Larga noche hacia mi madre.
La novela se ha hecho merecedora de varios galardones y fue finalista entre siete seleccionadas del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, otorgado por el gobierno venezolano en días recientes.
Esta noche en su casa, Cortés también concede hacer un viaje abierto y franco hacia su propia escritura y su vida, en un espacio íntimo colmado de obras de arte, estantes con decenas y decenas de libros, tres máquinas de escribir que son una verdadera reliquia, un gato gris con ojos amarillos-sangre, recovecos y esquinas con sillas y sillones de colores contundentes, y varias fotografías que su esposa María dispone enmarcadas encima de las repisas.
Cortés dice que su pareja de hace muchos años es una fetichista de la imagen, pero que él le tienen “horror” a las fotos. Confiesa que está relacionado con su infancia, con que su madre nunca fue muy exitosa en guardar la memoria fotográfica de la familia, y que más bien estos recuerdos impresos eran parte de un caos que le generaban temor e inseguridad.
¿Por qué?
−Mamá −y esto es muy significativo− en su vida trató de hacer tres álbumes: uno de mi padre que no terminó, uno de mi infancia y otro de cuando entré como periodista a La Nación y empecé a escribir, que tampoco terminó. Esta sucesión de historias que no llega a nada, que tiene que ver con esas imágenes como de un espejo en el que no podés verte, es algo que me molesta; por eso no las he guardado y algunas las he destruido, aunque después me arrepentí.
Y ahora en tu vida propia familiar, ¿ no guardás fotografías?
−No las guardo. Hay muchas imágenes en la casa, pero no recuerdo que las haya puesto; salvo dos con mis hijas mayores, en circunstancias muy especiales. Hay imágenes de otras personas, muy pocas. A mí no me gusta mi imagen.
¿Por qué escribís?
−La primera razón tiene que ver con que aunque vengo de un territorio incierto de la orfandad, al mismo tiempo tuve un padre afectivo −un tío que fue abogado−, que en el fondo creo que era un escritor frustrado y que me hereda la tradición literaria de la que formo parte. Él, junto con otras figuras tutelares que me rodearon, leía y me contaba cosas y andaba con libros todo el tiempo.
La segunda tiene que ver con que desde el colegio sentía que había una zona oscura, que no entendía y que intenté llenar con palabras. Yo era un niño solitario, hijo póstumo, sin hermanos, con muy pocos primos, que a menudo jugaba solo; esos juegos en los que me inventaba un mundo propio se fueron convirtiendo en un mundo personal, para vencer la soledad y la orfandad.
Ese mundo alterno de ensoñación es muy autobiográfico, ¿es reflejo de vos mismo en ese mundo irreal?
−Cuando accedo a la necesidad de escribir un mundo narrativo, lo que se impone es una serie de obsesiones que son autobiográficas. Se impone de una manera muy pesada con una dimensión verosímil mi casa de La Sabana, una casa que abandoné, pero que no me abandonará nunca. Porque casi todas las novelas son reencarnaciones de ese espacio primigenio, que tiene que ver con esa casa donde sucede todo. Ahí es donde comienza la historia, porque es donde descubro las fisuras de la historia familiar y construyo la relación con un fantasma que es mi padre y la relación muy problemática y complicada con mi madre.
¿En Largo viaje… hacés una incisión arqueológica en la cual, en el fondo, encontrás mitos sobre tu madre y tu padre, que se deconstruyen trágicamente?
−Especialmente en el fondo −y digo en el fondo porque es una intención irrealizable−, siempre me he identificado con Pedro Páramo, porque efectivamente uno la puede descifrar como una novela mítica, en el sentido de que esos arquetipos de los cuales habla se convierten en mitos universales. Al inicio de la novela, cuando el personaje dice: “Vine a Comala porque me dijeron que aquí vive un tal Pedro Páramo”, el hijo se reencuentra con los huesos de su padre, con la memoria de su padre, con lo que queda de su padre; eso está en el sustrato de lo que quiero hacer, porque casi todas mis novelas tienen que ver con un descenso a los infiernos. Bajo esta perspectiva, Larga noche… lo es.
De hecho, el título hace alusión a este viaje hacia otra realidad dentro de la realidad. Sin embargo, no trato de acercarme a la familia desde el punto de vista mítico, sino lo contrario, crear el antimito o la antiepopeya, o convertir esos personajes en antihéroes, que sí apelan a arquetipos universales que he rastreado en mis lecturas desde hace muchos años, pero sobre todo en este fallido homenaje que siempre trato de hacerle a Rulfo.
En tu novela escribís “…yo fijaba la vista en la pareja de ancianos que iba perdiéndose en el vacío. Si pudiera hablar del nacimiento del mi melancolía, se remite a esa escena repetida muchas veces”. ¿Por qué te nació la melancolía en ese instante?
−Quería mucho a mis abuelos, y siempre me pregunté por qué luego de verlos volvía un poco deprimido, qué sucedía en mí que me sumergía en un estado de enorme nostalgia. Es un sentimiento que he tratado de analizar en varias obras y en mi vida; el sentimiento de perder algo, de desprenderme de algo, que es lo que experimentaba cada vez que los dejaba. Probablemente porque yo era niño, sentía que cualquier cosa podía pasar. Siempre he sentido en la vida, desde hace bastante, que cualquier cosa podía pasar, que estamos viviendo un fin del mundo que nunca va a llegar, que se va alargando interminablemente. He sentido que estamos expuestos a cualquier catástrofe y que la primera catástrofe que sentimos en la vida es ese sentimiento de pérdida; hay que aceptarlo, no tenemos más remedio. Sentía que no los volvería a ver, porque estaban en un proceso de envejecimiento acelerado, un momento de deterioro que me provocaba una enorme angustia. Ese era el punto culminante de la angustia.
“Cuando hay preguntas desaparece la felicidad”, ¿esto es porque se pierde la ingenuidad, un estado de inconsciencia?
−La conciencia es una conciencia infeliz, siempre. Cuando no te hacés preguntas tenés siempre la excusa salvadora del autoengaño, pero yo nunca he tenido ese consuelo, porque con las preguntas vino una conciencia de lo que no era, de la nada, de lo perdido, de lo irrecuperable, de lo insalvable, de preguntas que no tienen respuestas. Tiene que ver con mi pérdida personal del paraíso, que es el paso del jardín secreto de la infancia en el centro de San José, que es una felicidad bastante plena, donde no me doy cuenta de casi nada −a pesar de lo que acababa de pasar, que es la muerte de mi padre−, al paso de la casa de La Sabana, donde se va dando una sucesión de pequeñas catástrofes. Esos hechos que empiezan a precipitarse en tu vida te obligan a hacerte preguntas que resquebrajan cualquier posibilidad de no saber. El saber implica una responsabilidad con la memoria y con un conocimiento doloroso que te lleva hacia un camino incierto, inseguro.
“Lo realmente importante es imposible sacárselo del alma”, ¿está sellado ahí? ¿Sentís que lo realmente importante no lo has dicho?
−Hay extremos del dolor que no se pueden decir en palabras. No sé si se pueden decir en imágenes, pero el fondo de una tragedia choca con los sonidos y las palabras, y no llegás hasta ahí; siempre hay un espacio vacío que además dentro de mi estilo se queda vacío. No lo puedo llenar y tampoco lo quiero llenar, porque es inútil.
“…no existe la muerte sino los muertos”. ¿Cuando se materializa la muerte es cuando existe?
−La muerte no la puedo pensar en abstracto. Es una idea poética extraordinaria, es visceral, pero finalmente es un concepto si yo no la hago materia, y toda mi vida ha sido materia. En algún momento, escribiendo la novela, me di cuenta de que lo que me aturde son los muertos, no la muerte como una totalidad, sino la muerte específica, precisa, exacta, corporizada; no una idea. La tarea del escritor no tiene que ver con los hechos generales, sino con las historias concretas, mínimas, que atraviesan a un ser humano.
La novela está atravesada por un fenómeno climatológico que es el huracán César. ¿Es una forma de generar una constante amenaza que también está adentro tuyo?
−Tengo una relación ambivalente con la lluvia. La experiencia de un ser tropical como somos nosotros es muy diferente, porque hay muchos tipos de lluvia. Hay una lluvia tranquilizadora y hay una sumamente atemorizante. A mí me interesaba desestabilizar la situación hospitalaria, psiquiátrica con ese golpeteo permanente, que efectivamente iba minando los nervios.
“Estoy escribiendo esto que escribo o es solo un sueño”. ¿Es otra vez ese juego con el mundo irreal, invertido?
−La novela es un juego de espejos, de historias que están dentro de historias. El tema de la novela es la manera en que se cuenta una historia y los fragmentos con los cuales se establece una memoria. En ese capítulo, el espejo se ve a sí mismo y el narrador se enfrenta a su propia memoria que en realidad no existe, es totalmente falsa, porque uno no tiene recuerdos, uno tiene recuerdos de recuerdos de recuerdos que vas modificando a lo largo de tu vida, y a menudo eso se confunde con un sueño. Yo sueño mal aunque sueño mucho, pero soy incapaz de escribir esos sueños. Hay momentos en que es difícil determinar cuál de las versiones de la historia estás contando, estás un poco perdido vos mismo dentro de estos hilos narrativos, sobre todo en esta novela, cuya génesis textual está hecha sobre la base de muchos libros anteriores.
“Ya puedo hablar, les digo, quitándome el alambre de púas que me sujeta los labios…”; sin embargo, ¿has contado completamente la historia en esta novela?
−Hay una historia que no he contado, que es la historia al otro lado del espejo, que es el asesinato y el proceso de mi padre. Hasta hace un mes, había estado muy negado y había insistido en que no lo iba a hacer en este periodo de mi vida, porque involucra revisar un expediente judicial de miles de páginas, en las cuales no sé qué me voy a encontrar y no sé el Carlos Cortés que voy a encontrar ahí. A mí no me importa lo que hay en el expediente judicial, lo que yo no sé es si quiero bajar al sótano que no he ido.
Durante una época de mi vida, rehuí cuidadosamente a algunos de los testigos directos del asesinato de mi padre, porque sentí que no estaba preparado para contar eso. Por ejemplo, el abogado de mi madre está vivo, lo llamé hace un par de años y me dijo: “¿Para qué usted, después de tantos años, quiere escarbar eso?” Esa es la otra parte de la historia.
Escritura cortesiana
Carlos Cortés nació en San José en 1962. Es escritor, ensayista y periodista, graduado en comunicación y nuevas tecnologías en la Universidad de París II (1997) y en el Instituto Francés de Prensa (1996).
Con la obra Larga noche hacia mi madre, fue finalista entre siete autores del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, considerado uno de los reconocimientos literarios más importantes en Hispanoamérica. El galardón es otorgado por el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, del gobierno venezolano.
Con esta misma novela ganó el Premio de Novela 2012 Mario Monteforte Toledo, convocado por la Fundación Mario Monteforte Toledo, con sede en Guatemala, así como el Premio Áncora de Novela 2014 de Costa Rica.
Este año se hizo merecedor del Premio de Literatura Rogelio Sinán 2015, de la Universidad Tecnológica de Panamá, con la novela Mojiganga.
En el 2011, la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara lo escogió como parte del proyecto “Los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina”.
El autor ha publicado decenas de libros, entre ellos su novela Encendiendo un cigarrillo con la punta del otro, que obtuvo el premio Carlos Luis Fallas. Su obra poética recibió varios reconocimientos internacionales y fue finalista del Premio Internacional Jaime Sabines, en México, en 1994.
En el 2004, recibió el Premio Mesoamericano Luis Cardoza y Aragón, con Autorretratos y cruci/ficciones (EUNED, 2007). En el 2007, publicó el ensayo-ficción La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible, acreedora de premio nacional de ensayo.
En 1999, publicó en México su novela Cruz de olvido con Editorial Alfaguara, la cual le valió el Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría, en novela.
Primeros párrafos de Larga noche hacia mi madre
La mujer de las gavetas secretas
Mi madre no quiso ser otra cosa en la vida que una buena mujer. Y una buena madre. Yo la odiaba y no sé si aún la odio. Odiaba odiarla y odiaba saber que la odiaba. En algún lugar entre su locura y la mía odiarla me hizo bien, me fortaleció, me salvó de algo peor aunque me condenara por el resto de la eternidad. La odiaba como un cordón umbilical hacia lo peor de mí mismo, hacia mi padre, el horror de su muerte y el secreto que lo envolvió como una mortaja de silencio.
Mamá falleció la madrugada del 31 de julio mientras el huracán César arrasó Centroamérica. Experimenté un raro alivio, como si mi alma y mi cuerpo dejaran de luchar después de muchos años de enfrentamiento. Una década antes la habíamos ingresado por primera vez en el asilo Chapuí y me espantó el rastro de orina y excrementos manchados de sangre que dejó por el piso del servicio de emergencias. Los enfermeros la arrastraron contra su voluntad y contra la nuestra, pero ya era muy tarde para cualquier otra solución. Todo sucedió muy rápido y un apretado círculo de culpa se cernió sobre nosotros.
0 comments