El crimen de Ayotzinapa, México: Los desaparecidos nunca estuvieron tan presentes

Una multitud vio caminar en silencio a los padres de los jóvenes desaparecidos a lo largo de la principal avenida de México, el Paseo

Una multitud vio caminar en silencio a los padres de los jóvenes desaparecidos a lo largo de la principal avenida de México, el Paseo de Reforma, hasta la sede del gobierno, en el Zócalo. (Foto: Mauricio Herrera)

Con rabia, antorchas y paz millares exigieron la aparición de 43 estudiantes que la policía capturó y entregó al narco. La de este 22 de octubre fue una de las marchas estudiantiles más grandes en décadas en México. UNIVERSIDAD estuvo ahí.

Parientes de los 43 estudiantes mexicanos desaparecidos caminan en silencio con sus sombreros de paja, sus morrales a la espalda y las fotos de sus hijos, hermanos o nietos en el pecho.

A medida que avanzan con dignidad serena por el centro del Paseo Reforma, en Ciudad de México, gente que sale de sus trabajos a las seis de la tarde se aglomera en la acera para verlos pasar. Algunos, con lágrimas en las mejillas, rompen la quietud con gritos de rabia que hacen saltar las venas en sus cuellos: “No están solos”, “No están solos”, “No están solos”.

La Muerte en zancos sirvió para expresar la indignación por la desaparición de 43 estudiantes de educación, el 26 de setiembre. (Foto: Mauricio Herrera).

Tras los familiares, una multitud incontable llena 3,8 kilómetros desde el Ángel de la Independencia al Zócalo, el 22 de octubre, desfila cantando consignas, himnos y maldiciones contra el Gobierno y los narcos, exponiendo en mantas improvisadas sus sospechas de un crimen de Estado, bailando danzas aztecas llenas de orgullo e historia.  A la misma hora, en otras 48 ciudades mexicanas, millares también se unen a la marcha “Una luz por Ayotzinapa”.

Veo puños en alto, pañuelos que cubren identidades, miles de estudiantes que entonan lemas como cantos de vida y muerte:

“Vivos-selos-lle-va-ron, vivos-los-que-re-mos”.

“Mispadres-me-dijeron que-fuera-aestu-diar, pero quesi-hay-pro-ble-mas-me-ponga-a-luchar”.

“Escierto-nos-golpea-ron, perono-nos derro-taron”.

Ahí va Macedonia Torres Romero, muy pequeña, tímida, gruesita. Es la madre de José Luis Luna Torres, de 20 años, alumno del primer año de Educación de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.

“Nomás nosotros solos como que nos decaemos, como que no hay fuerzas, pero ya viendo muchas gentes, muchos hermanos y hermanos pues nos dan ánimos y nos sentimos más fuertes”, dice ella, que casi no ha dormido desde que el 27 de setiembre alguien llegó a su casa, en Amilcingo, Morelos, para avisarle que su hijo no aparecía.

Según la Procuraduría General de la República (PGR), en la noche del 26 de setiembre policías municipales de Iguala y Cocula, en el estado de Guerrero, junto a pistoleros del cartel narco “Guerreros Unidos”, atacaron a unos 80 estudiantes de la Escuela Normal que intentaban llegar en autobuses al centro de Iguala, para protestar contra la esposa del alcalde.

Hubo enfrentamientos a pedradas y balazos en el que murieron tres estudiantes y al menos otros 14 fueron heridos con armas de fuego. Otras tres personas ajenas a la protesta también fallecieron. Tras una persecución, los policías habrían capturado a decenas de estudiantes y los entregaron a miembros de Guerreros Unidos. Uno apareció muerto sin ojos y con la cara desollada. Más de un mes después, 43 siguen desaparecidos.

La orden de atacar a los estudiantes, según la PGR, provino directamente del alcalde, José Luis Abarca. Él y su esposa tienen orden de captura y están en fuga.

“Nosotros semos campesinos y semos pobres, entonces mi hijo dice ‘pues ma, nosotros no podemos estar más aquí, pues mejor voy a estudiar y le hecho muchas ganas’, pues él quiere ser maestro. Yo lo quiero vivo. Vivo lo agarraron vivo lo quiero”,  exige Macedonia, que habla del menor de sus tres hijos en tiempo presente, sin la menor duda de que está con vida.

Hablo con ella a la luz de las antorchas y velas que portan jóvenes de la edad de su hijo y su esperanza de encontrarlo parece crecer con las voces de esos muchachos.

“Dóndeestán, dóndeestán,  compas-compas-dóndeestán”.

“Ni-la-lluvia, ni-el-viento detendrán-el-movi-miento”.

Joselyn es una de las que canta esas consignas. Desfila con su gabacha blanca de estudiante de ingeniería en sistemas ambientales, del Instituto Politécnico Nacional: “Un grano puede inclinar la balanza. Estamos indignados, y eso es algo que se contagia, es como un efecto dominó, una empieza, una se indigna y de pasar la información una y otra vez la información genera masa, descontento, impotencia, coraje, rabia y eso puede levantar una sociedad”.

El papá de Alexander Mora Venancio no quiere dar su nombre. Es un hombre fornido, con manos enormes y callosas por trabajar en el campo,  en Tecoanapa, Guerrero, pero se ve frágil como papel. La voz se le corta cuando habla de su hijo: “Nos duele mucho. Él quiere ser maestro. Somos campesinos y él me ayudaba mucho pero se quería venir a estudiar,  y pues la verdad, pues, siento pena, al ver mi hijo desaparecido”.

Allí también va Ciriaco Vázquez, papá de Abelardo Vásquez Periten: “Él quería estudiar para más adelante, si Dios quisiera, entrar de maestro, pero ahora esperamos que aparezcan bien”.

Horas antes el secretario de Educación de México, Emilio Chuayffet, había clausurado el V Foro Internacional de Medios Públicos en América Latina, en la cancillería mexicana, en el que participo como director del Semanario UNIVERSIDAD.

“Informar es estructurar, es crear conciencia, es extender la libertad, pero sobre todo informar es educar”, proclamó Chuayffet, aunque al final de su mensaje a los periodistas les cerraron la puerta del salón y los bloquearon, para que el señor saliera sin ensuciarse con alguna pregunta incómoda acerca de Ayotzinapa. “¿Te extraña? Bienvenido a la libertad de prensa mexicana”, me dijo un reportero de un canal público.

En la marcha, la batería del teléfono con el que grabo y tomo fotos se me acaba y debo volver al hotel a recargar. Esa noche debía asistir a una recepción de despedida del Foro en el Castillo de Chapultepeq, una de los edificios históricos más ostentosos de Latinoamérica, pero en la calle la realidad llameaba.

Al regresar la marcha sigue fluyendo como río humano con el fondo sonoro de tambores y cascabeles en los pies de decenas de danzantes indígenas, la música de un grupo de jóvenes que cantan “no todo está perdido, vengo a ofrecer mi corazón” y un coro de caracolas, aquí y allá, acompañadas por el olor sagrado del incienso de copal.

Pasa a mi lado un grupo  de payasos muy serios con un cartón que advierte: “estas no son payasadas, todos somos Ayotzi”; un grafitero que no perdona paredes escribe en el muro de un banco: “Quisieron enterrarnos, pero no sabían que éramos semilla”; un encapuchado luchador de lucha libre levanta en alto su brazo sobre una moto Harley con la pancarta “PRI-PAN-PRD. Asesinos”.  Un papá pasea en coche a su hijo de cuatro años con un rótulo que dice: “quiero estudiar sin que me desaparezcan”.

Nadie olvida a nadie, y tampoco se perdona. Entre el humo ceremonial del copal la multitud llega al Zócalo, se detiene, hace silencio. Suenan las caracolas. Jóvenes y viejos levantan velas y antorchas y como si rezaran cuentan y gritan: “1-2-3-4-5-6-7-8-9-10-11-12-13-14-15-16-17-18-19-20-21-22-23-24-25-26-27-28-29-30-31-32-33-34-35-36-37-38-39-40-41-42-43 ¡JUSTICIA!”


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