Lo que ha hecho Israel

El ensayista palestino, Edward W. Said, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, Nueva York, hace un lúcido examen de la violencia

El ensayista palestino, Edward W. Said, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, Nueva York, hace un lúcido examen de la violencia entre palestinos e israelíes.

A pesar de los esfuerzos de Israel para limitar la información sobre la inmensamente destructiva invasión de las ciudades y los campos de refugiados palestinos de Cisjordania, se han filtrado noticias e imágenes.  Internet ha proporcionado cientos de testimonios directos, verbales y visuales, y también lo han hecho los informativos de las televisiones árabes y europeas, en su mayor parte inaccesibles, bloqueadas o eliminadas de los principales medios de comunicación estadounidenses.  Son pruebas de la campaña de Israel, la conquista irreversible de la sociedad y las tierras palestinas.

La versión oficial (que EEUU y casi todos los comentaristas de los medios norteamericanos han apoyado en lo fundamental) es que Israel sólo se defiende cuando toma represalias por los atentados suicidas que han dañado su seguridad e incluso amenazado su existencia.  Esta afirmación se ha convertido en una verdad absoluta, en la que no se tiene en cuenta ni lo que ha hecho Israel ni lo que de verdad le han hecho.


Deshacer la red terrorista, destruir su infraestructura, atacar sus nidos (adviértase la total deshumanización de estas expresiones): estas frases se repiten tanto y de forma tan automática que han dado a Israel el derecho a hacer lo que quiere, es decir, aniquilar la vida civil palestina, con la mayor cantidad posible de daño, destrucción gratuita, muerte, humillación, vandalismo y violencia abrumadora y sin sentido.  Ningún otro Estado en el mundo habría hecho lo mismo que Israel y contar con la aprobación y el apoyo de Estados Unidos.  Ninguno ha sido más intransigente y destructivo, ninguno se ha mostrado más alejado de su propia realidad que Israel.

No obstante, existen indicios de que esas afirmaciones sorprendentes, por no decir grotescas (su «lucha por la existencia»), se ven socavadas lentamente por los estragos espantosos y casi inimaginables causados por el Estado judío y su primer ministro homicida, Ariel Sharon.  Como en la información de Serge Schmemann (que no es ningún propagandista palestino) aparecida en la primera página de The New York Times el 11 de abril bajo el título «Los ataques convierten los planes palestinos en metal retorcido y montones de polvo»: «No hay manera de evaluar totalmente los daños en pueblos y ciudades -Ramala, Belén, Tulkarem, Qalqilya, Nablus y Yenín- mientras permanezcan estrechamente sitiados, con patrullas y francotiradores que disparan en las calles.  Pero podemos decir, sin temor a equivocarnos, que ha quedado destruida la infraestructura necesaria para vivir y para construir cualquier futuro Estado palestino -carreteras, escuelas, postes eléctricos, conducciones de agua, líneas telefónicas-«.

¿Qué cálculo inhumano llevó al ejército de Israel a asediar durante más de una semana -con 50 carros de combate, 250 misiles lanzados al día y docenas de incursiones de F-16- el campo de refugiados de Yenín, un kilómetro cuadrado de barracones que albergaban a 15.000 refugiados y a unas cuantas docenas de hombres dotados de fusiles automáticos -y sin ningún tipo de defensas, jefes, misiles, carros, nada-, y decir que era una respuesta contra la violencia terrorista y las amenazas a la supervivencia de Israel?  Se dice que hay cientos de personas enterradas entre las ruinas del campamento.  ¿Acaso los civiles palestinos, hombres, mujeres y niños, no son sino ratas o cucarachas a las que se puede matar y atacar a millares sin una palabra de compasión o de defensa?  ¿Y qué decir de la captura de miles de palestinos a los que los soldados israelíes se han llevado sin dejar huella, de la desolación y el desamparo de tantas personas corrientes que intentan sobrevivir en las ruinas producidas por las excavadoras israelíes en toda Cisjordania, de un asedio que se prolonga desde hace meses, de los cortes de electricidad y agua en todas las ciudades palestinas, de los largos días de toque de queda total, de la escasez de alimentos y medicinas, de los heridos desangrados hasta morir, de los ataques sistemáticos contra ambulancias y personal humanitario, que incluso alguien tan discreto como Kofi Annan ha calificado de indignantes?  Estas acciones no caerán fácilmente en el olvido.

Los amigos de Israel deben preguntarle cómo su política suicida puede servir para alcanzar la paz, la aceptación y la seguridad.


LA MEMORIA


La monstruosa transformación de todo un pueblo en poco más que «militantes» y «terroristas», gracias al aparato de propaganda más formidable y temido del mundo, ha permitido al ejército de Israel y a su flota de escritores y defensores eliminar una historia terrible de sufrimientos y malos tratos para destruir con impunidad la existencia civil del pueblo palestino.  Han desaparecido de la memoria la destrucción de la sociedad palestina y la creación de un pueblo desposeído en 1948; la conquista de Gaza y Cisjordania y su ocupación militar desde 1967; la invasión de 1982 en la que murieron 17.500 libaneses y palestinos y las matanzas de Sabra y Chatila; los ataques continuos contra escuelas palestinas, campos de refugiados, hospitales, instalaciones civiles de todo tipo.  ¿Qué objetivo antiterrorista es el de destruir el edificio y eliminar los archivos del Ministerio de Educación, el Ayuntamiento de Ramala, la Oficina Central de Estadística, varios organismos especializados en derechos civiles, salud y desarrollo económico, hospitales, emisoras de radio y televisión?  ¿No es evidente que Sharon está empeñado, no sólo en «quebrar» a los palestino, sino en intentar eliminarles como pueblo dotado de instituciones nacionales?

En este contexto de disparidad y asimetría de poder, parece una locura seguir pidiendo a los palestinos, que no tienen ni ejército, ni fuerza aérea, ni carros de combate, ni defensas de ningún tipo, ni una dirección competente, que «renuncien» a la violencia, mientras no se impone una limitación comparable sobre las acciones de Israel.  Ni siquiera la cuestión de los atentados suicidas, a los que siempre me he opuesto, puede examinarse con arreglo a un racismo oculto que da más valor a las vidas de los israelíes que a todas las vidas palestinas perdidas, rotas, trastornadas y acortadas por la prolongada ocupación militar y la barbarie sistemática abiertamente empleada por Sharon contra los palestinos desde el comienzo de su carrera, en los años 50, y hasta ahora.

No es posible concebir la paz, en mi opinión, si ésta no aborda el verdadero problema, que es la tajante negativa de Israel a aceptar la existencia soberana de un pueblo palestino con derechos sobre las que Sharon y la mayoría de sus partidarios consideran tierras exclusivas del Gran Israel, es decir, Cisjordania y Gaza.


LAS TIERRAS


The Financial Times trazaba, en su número del 6-7 de abril, un perfil de Sharon que terminaba con un revelador extracto de su autobiografía.  Primero, el periódico explicaba que «ha escrito con orgullo sobre la convicción de sus padres de que judíos y árabes podían vivir juntos».  A continuación, citaba a Sharon: «Pero creían sin vacilaciones que ellos eran los únicos que tenían derecho a la tierra.  Y nadie les iba a expulsar de ella, ni mediante el terror ni de ninguna otra forma.  Cuando la tierra te pertenece físicamente… tienes poder, no sólo poder físico, sino poder espiritual.»

En 1988, la OLP hizo la concesión de declarar aceptable la división de la Palestina histórica en dos Estados.  Esta postura quedó confirmada en numerosas ocasiones y, desde luego, en los documentos de Oslo.  Pero ese concepto de partición sólo lo reconocieron explícitamente los palestinos.  Israel nunca lo ha hecho.  Por eso hay hoy más de 170 asentamientos en territorio palestino; 500 kilómetros de carreteras que los unen entre sí e impiden los movimientos de los palestinos (según Jeff Halper, del Comité Israelí contra la Demolición de Casas, esa red de carreteras cuesta $3.000 millones y está financiada por EE.UU.); por eso no ha habido ningún primer ministro israelí, tras Rabin, que haya concedido alguna soberanía real a los palestinos, y por eso, claro está, han ido creciendo los asentamientos año tras año.

Una rápida mirada a un mapa reciente de los territorios revela lo que ha hecho Israel durante el proceso de paz, y qué reducción y discontinuidad geográfica ha sufrido la vida palestina como consecuencia.  Israel considera que el pueblo judío es el propietario de todo el territorio del país; existen leyes de propiedad de tierras que así lo garantizan, mientras que en Cisjordania y Gaza, esa misma función  la cumplen la red de asentamientos y carreteras y la falta de concesiones a propósito de la soberanía palestina sobre la tierra.

Lo asombroso es que ninguna autoridad -ni estadounidense, ni palestina, ni árabe, ni de la ONU, ni europea…- se haya enfrentado a Israel por esta cuestión que aparece en todos los documentos, procedimientos y acuerdos de Oslo.

Esa es la razón de que, casi diez años después de las «negociaciones de paz», Israel siga controlando Gaza y Cisjordania.  Es un control (¿posesión?) del que hoy se encargan más de 1.000 carros de combate y miles de soldados, pero el principio básico es el mismo.  Ningún dirigente israelí (desde luego no Sharon, con sus partidarios de Tierra de Israel, que constituyen la mayoría en el Gobierno) ha reconocido oficialmente los territorios ocupados como tales ni ha admitido que los palestinos podrían tener teóricamente derechos de soberanía, es decir, sin el control israelí sobre las fronteras, el agua, el aire y la seguridad, en lo que la mayor parte del mundo considera tierra palestina.

Por consiguiente, hablar de la «idea» de un Estado palestino, tan de moda, se quedará desgraciadamente en eso mientras un Gobierno israelí no ceda de forma clara y oficial en el tema de la posesión de la tierra y la soberanía.  Ninguno lo ha hecho ni creo que lo vaya a hacer en un futuro próximo.  Es preciso recordar que Israel es el único Estado del mundo que nunca ha tenido unas fronteras fijadas internacionalmente; el único Estado de sus ciudadanos, sino de todo el pueblo judío; el único Estado en el que más del 90% de la tierra está en fideicomiso para uso exclusivo del pueblo judío.  Si pensamos que, además, es el único Estado que nunca ha reconocido ninguna de las grandes disposiciones del derecho internacional, ello nos indica hasta qué punto es profundo y espinoso el rechazo absoluto con el que se han encontrado los palestinos.


¿PAZ?


Por ese motivo me producen escepticismo las discusiones y reuniones para hablar de paz, una palabra hermosa pero que, en el contexto actual, significa que los palestinos dejen de resistirse al control israelí sobre su tierra.  Dos de los numerosos defectos de la terrible labor de Arafat como dirigente (por no hablar de los líderes árabes en general, aún más lamentables) son que nunca hizo que las negociaciones desarrolladas a lo largo de un década en Oslo se centraran en la propiedad de la tierra, por lo que nunca presionó a los israelíes para que se declararan dispuestos a ceder el derecho a las tierras palestinas, ni pidió que se exigiera a Israel que admitiera alguna responsabilidad por el sufrimiento de su pueblo.  Ahora me inquieta que, de nuevo, sólo pretenda volver a salvarse a sí mismo, cuando lo que necesitamos, en realidad, son observadores internacionales que nos protejan y nuevas elecciones que garanticen un auténtico futuro político para el pueblo palestino.

El interrogante fundamental que deben plantearse Israel y su pueblo es éste: ¿están dispuestos, jurídicamente, a asumir los derechos y las obligaciones de ser un país como cualquier otro, y renunciar a esas afirmaciones imposibles sobre la propiedad de la tierra por las que han luchado desde el principio Sharon, sus padres y sus soldados? En 1948, los palestinos perdieron el 78% de su tierra. En 1967 perdieron el 22% restante.  En ambas ocasiones fueron a parar a Israel.  Ahora, la comunidad internacional debe imponer a Israel de deber de aceptar el principio de la partición real -y no ficticia- y limitar sus insostenibles reivindicaciones extraterritoriales, esas pretensiones absurdas basadas en la Biblia y unas leyes que le han permitido hasta hoy anular a otro pueblo. ¿Por qué se permite ese tipo de fundamentalismo? Hasta ahora, lo único que hemos oído es que los palestinos deben renunciar a la violencia y condenar el terror. ¿Es que nunca se va a exigir a Israel nada importante, es que puede seguir haciendo lo mismo que hasta ahora, sin pensar en las consecuencias? Esa es la pregunta fundamental que debe hacerse sobre su existencia: si es capaz de seguir adelante siendo un Estado como todos los demás, o si va a tener que estar siempre por encima de los deberes y las limitaciones de todos los demás Estados del mundo. La historia no resulta tranquilizadora. (Tomado del diario El País, de España

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