Hermanó a los hermanos distanciados. Acercó a todos los españoles al espíritu de una sola identificación: ¡España! Lo hizo con elegancia y respeto. Escuchando siempre. Sugiriendo siempre. Después de lograr la unión de todos en un todo, y como un todo español, renunció. España estaba a las puertas de la España democrática. Renunciaba para dar lugar a las aperturas que se sugerían, a las diferentes voces que se escuchaban y a otras que querían ser también oídas.
Su hija murió de grave enfermedad. Le siguió su esposa. Todo su mundo personal empezó a vestirse de gris. Sus dos amadas mujeres morían seguidas una de la otra. Muy lentamente, él comenzó a morir después de ellas y su España se abría a nuevos caminos. España latía con un nuevo corazón, con una Constitución unitaria, con una vida y vías democráticas, y Adolfo había marcado el ritmo y hermanado la sangre.
Caballero ante todo, servidor leal de la causa de la unidad española y de su majestad el Rey, y de todo el pueblo español. Hombre honrado y sumamente humilde. “El pueblo me besa, pero no me elige, y yo he de querer lo que ellos quieren”. Murió después de una larga enfermedad, pacíficamente, siempre sereno, humilde y amable, rodeado de la admiración y el respeto de miles de miles de ciudadanos de todas las tendencias políticas y de distintos lugares y comunidades españolas, que llegaban en oleadas kilométricas a su Capilla Ardiente, a darle su reconocimiento y su último adiós. Indiscutiblemente el pueblo siempre sabe quién le ama y quién no le engaña. Las gentes reconocen quién les ofreció, desde su propia alma, su mejor y mayor don: España en el rumbo, en el camino de la vida en democracia.
“La concordia fue posible”, así dice su lápida, en Ávila, junto al amor de su vida, su esposa, después de ser trasladada ésta, por amor del pueblo y del Estado españoles, junto a él, al sitio de su descanso final.
Don Adolfo Suárez, persona buena y honesta, noble y trabajadora, conciliadora y nunca ególatra, sin totalitarismos ni traiciones ni golpes bajos. Querido don Adolfo, siempre me recordaste y me recordarás a gentes buenas y humanas, lindas, esforzadas, leales, íntegras, respetuosas de los demás, del deber cumplido y de la trascendencia. Personas muy sencillas pero excepcionales, que son capaces de dar su vida con sinceridad por un servicio y por los valores más puros. Personas que también tienen la capacidad y el coraje de decir NO al atropello y al poder enfermizo y opresor. ¿Sabes?, yo quise estar ahí cuando el Rey te premió, no pudo ser, pero te envié un abrazo gigantesco y muy eterno; y otra cosa, moriste de amor, sí, como gente linda que conocí. STQ.