Hay otros peligros para la independencia de la judicatura y que se originan en diversos escenarios: la intervención de los miembros de la cúpula judicial, el control disciplinario arbitrario, el nombramiento discrecional de sus miembros y la poca participación de los jueces en el gobierno judicial. No ignoro, por supuesto, que la intervención de otros poderes, formales, informales u ocultos, también puede ser una amenaza para la independencia judicial.
Pero meditando sobre un tema tan álgido e institucionalmente significativo, surge el siguiente interrogante: ¿interesa realmente que los jueces sean independientes? En el discurso formal, sí, pero en el discurso real, el del poder, por supuesto que se admite que los jueces deben ser independientes en los asuntos pequeños, pero muy atentos al lenguaje y a las necesidades de los grupos hegemónicos, muy sensibles a las demandas de los poderes reales, a la hora de resolver. En este proceso, pueden existir muchas tentaciones y extravíos. Las élites y grupos de presión que influyen en la designación de los jueces de la cúpula, querrían saber, cómo piensa el candidato, cuál es su ideología. Este es un nivel de valoración académicamente potable. Pero también los criterios de evaluación pueden descender hacia consideraciones mucho más pedestres, analizando, por ejemplo, si el candidato, en otras ocasiones, se ha mostrado muy cauto y temeroso o incluso, puede ser que haya dado muestras de ser un “buen oidor” de las voces “gobernantes”. Bajo estas exigencias o parámetros, por supuesto, que no se quiere un juez independiente, lo que se pretende es que el aspirante, posible designado, sea respetuoso del poder, que no provoque crisis con sus decisiones, que comprenda el contexto de lo que resuelve y que sea consciente que no es la justicia y el control del poder lo que interesa, sino que lo importante es que al decidir sea consciente que el valor determinante es que el bloque hegemónico se mantenga inalterable. Se busca un juez que lea muy bien, ágilmente, los signos y mensajes del “establishment”, que son variados, como la gobernabilidad o el “clima de los negocios”.
Pero todo este ejercicio en la búsqueda del juez inocuo, del juez perfecto para los intereses hegemónicos, se complica aún más, cuando hay materias o asuntos que están en manos de la justicia o que pueden llegar a ella y es trascendental que la decisión mantenga inalterable la estructura del poder o impida su colapso. Esta es la dimensión invisible que amenaza los procesos de designación de magistrados, aplicando discursos “políticos potables” como ideología, con exigencias implícitas, sutiles, como la docilidad y habilidad del juzgador para darle la razón a los intereses coyunturales y no a la justicia. De esta dimensión amenazante no se habla, pero es algo que no podemos ignorar jueces y abogados, preparados para conocer las normas, pero que debemos leer mejor el guión oculto que guía el poder a secas y que define el sentido y contenido efectivo del discurso jurídico.
A pesar de muchas garantías, no es fácil para el sistema judicial y para los juzgadores, resolver asuntos en que se dilucidan los equilibrios del poder y la suerte de los poderosos. Ese es uno de los retos complejos del oficio judicial. Tal vez el ejemplo de la judicatura italiana, con todas sus vicisitudes, puede brindar lecciones y pautas para asegurar que la función de juzgar sea realmente independiente.
La justicia respira independencia, cuando resuelve asuntos cotidianos; sin embargo, le cuesta muchísimo serlo cuando dilucida conflictos de poder, cuando juzga a los que tienen poder, cuando debe pronunciarse sobre el bien y el mal de los poderes formales y los fácticos. No estamos en un mundo de normas, de aspiraciones; nos movemos entre las aspiraciones de Platón y Kant, y las realidades políticas de Maquiavelo y Hobbes. Cuántas alabanzas para la justicia y los jueces, cuando resuelven asuntos de trascendencia estrictamente individual, cuánto esfuerzo, resistencia y entereza, cuando la judicatura fija los equilibrios y los límites de los que gobiernan.