Schopenhauer (La Libertad) demostró hace casi 200 años que el libre albedrío no existe, o cuando menos es muy relativo. Su relatividad depende de cuán libre sea nuestra voluntad para comportarnos dentro de la sociedad. Sin embargo, sus rigurosos y elaborados conceptos no son fáciles de comprender.
Las religiones, para amedrentarnos y ganar adeptos que piensen que ellas tienen la fórmula para la salvación eterna, simplifican el asunto y lo reducen a que tenemos, sin más, libre albedrío, y cada quien responde por sus actos. Por último, los new liberaloides hablan de libre albedrío para fundamentar sus estériles argumentos y conceptos superados.
La comprobación de la existencia del libre albedrío, no es asunto tan sencillo si nos ubicamos en el orden social de poderosos, vasallos y esclavos, dispuesto ya no tanto por la iglesia, sino por el Estado moderno. Allí podemos sentir esa inexistencia o relatividad con mayor fuerza.Ubicados no en un Estado hipotético, ideal, que no existe ni existirá nunca, sino en la práctica, y en un Estado como el nuestro, donde la ley se cumple, en la mayoría de los casos, por la fuerza; y utilizando la connotación de libre albedrío, como la potestad de obrar por reflexión y elección dentro del derecho positivo o ley puesta por el hombre, observamos que conforme ascendemos en la escala social del poder, se tiene la creencia, errónea desde luego, de que esa ley va a ser más respetada y que los políticos de turno, dueños del Estado, hasta llegar al rey, son sus máximos «respetadores», porque ellos mismos la inventan. Y conforme descendemos en esa posición social de poder, el pueblo llano irrespeta más la ley (normalmente hecha para su reprensión), lo que aparentemente pareciera cierto, pero también es falso.
Todo va a depender de la ley y de la fuerza con que se aplique. El hombre llano, en general, respetará más la ley, no hará siempre lo que su voluntad soñaría hacer, como entrar a un banco, pedirle al cajero que le entregue el dinero y salir por la puerta ancha impune y sonriente. Tiene limitaciones enormes a su voluntad que redundan en obediencias, muchas veces ciegas, a leyes por demás injustas.
Lo contrario sucede si pensamos en el políticamente poderoso. El poder político que es el que pone la ley, es el que más la irrespeta impunemente. El gobernante puede no solo saquear los bancos, sino saquear la bolsa de cualquier ciudadano de mil formas, a través de sus propias leyes, y estaría haciendo su voluntad, actuando con pleno libre albedrío, reflexionando y eligiendo. El ciudadano simple y pobre, quisiera no tener que pagar la luz y comprar más comida, pero su voluntad chocaría con la de las compañías eléctricas y su afilada tijera. Tendrá más frenos morales y coercitivos. Y así, hasta llegar, en el plano más inferior, a los esclavos modernos, cuyas voluntades se encuentran regidas, a tiempo completo, por las de sus amos, sean oficiales, religiosos o privados.
Concluyendo y resumiendo, la capacidad de hacer su voluntad, dominarla, utilizar su libre albedrío, está plenamente garantizada en el hombre que ostenta poder sobre otros; puede portarse mal, o hacer gala del dominio que puede tener sobre su voluntad, porque también podría portarse bien. El otro, Juan pueblo, que quisiera, por ejemplo, protestar violentamente contra la ley que lo deja sin comer, por pagar impuestos injustos al gobierno, que todos sabemos adónde van a parar, no puede manifestar su voluntad. No tiene voluntad libre; no tiene libre albedrío; ni puede siempre obrar por reflexión y elección, sea para bien o para mal; está determinado; y como dijo el mismo Schopenhauer (aquí en términos ligeros), una cosa que a veces es y a veces no es, termina no siendo y al no ser carece de existencia real.
No tiene libre albedrío
Ningún ser determinado
Por la fuerza del Estado.
Solo el que ostenta el poder
Lo que quiera puede hacer
Para evitar el “pecado”.