Niños migrantes, los fantasmas del cartel

La industria que trafica niños centroamericanos a Estados Unidos es un manual de estilo para la corrupción y el ilusionismo migratorio.

McAllen, Texas. Semanas antes de que el cartel del Golfo secuestrara a Elías, el salvadoreño cruzó tranquilamente a través de México junto a su hermana Karla. El autobús donde viajaban pasó sin pestañear por retenes del ejército, de la policía federal y del servicio mexicano de migración. Nadie los vio. Según él, las dos o tres veces que alguna autoridad los detuvo, cada uno pagó 50 pesos (unos $5) y así siguieron hasta Reynosa, la última ciudad antes de cruzar el río Bravo.

Una vez allí, apenas unos kilómetros de tierra y un curso de agua ancho como una calle de cuatro carriles los separaban de Texas.

–Todos sabían que el bus estaba comprado, entonces nadie podía pararlo.

La mejor explicación sobre la industria que trafica niños centroamericanos hacia Estados Unidos la recibo de Elías, un quinceañero flaco y esmirriado, acogido en un refugio para menores migrantes en Reynosa. Es una línea de montaje que encadena los barrios olvidados de Centroamérica con el río custodiado por la guardia fronteriza estadounidense. En los últimos años, la participación de grupos criminales hizo del viaje hacia el norte un manual de estilo para la corrupción y el ilusionismo migratorio.

Elías no es en realidad su nombre verdadero, sino el que acordamos para proteger su identidad. Él y su hermana Karla, de 13 años, contrataron a un coyote para que los llevara desde San Salvador a Boston, en la costa este de los Estados Unidos, donde viven sus padres y sus cinco hermanos. Corría junio de 2014. La negociación se cerró en $15.000, algo así como 75 meses de salario mínimo en una maquila salvadoreña. Su familia aportó un adelanto de $6.500, ellos acordaron pagar el resto al llegar y emprendieron el camino.

No fueron los únicos. Durante el último año, 66.000 niños sin sus padres llegaron ilegalmente a la frontera sur de Estados Unidos. El equivalente a 2.080 buses cargados con  niños centroamericanos solos viajaron 2.300 kilómetros o más desde Honduras, El Salvador o Guatemala y cruzaron México, sin ser vistos, para reaparecer luego al otro lado del río Bravo en Estados Unidos.

Otros 2.000 buses iguales, pero cargados con padres e hijos, también llegaron a Texas sin que las autoridades mexicanas los vieran.

La mayoría de ellos dice haber pagado entre  $6.000 y $8.000 para llegar a Texas. Así, solo con las cifras de los migrantes que la Patrulla Fronteriza encontró el último año, sin contar con los miles que ingresan sin ser detectados, ni los ingresos por los secuestros (entre $1.000 y $2.000 más), el negocio de los carteles en el tráfico de migrantes pudo haber movilizado más de $600 millones al año.

Apenas un niño centroamericano pone un pie en el lado estadounidense del río, tiene vía prioritaria dentro del sistema de inmigración estadounidense.

En vez de ser deportado (como le ocurriría a un adulto de cualquier nacionalidad o a un menor mexicano), los niños centroamericanos pasan de mano en mano, por varias instituciones. El 85%
terminará reunido con su familia en suelo estadounidense, con la seguridad de enfrentar un proceso judicial de deportación que puede tardar años. Los adultos que llegan con sus hijos reciben un proceso parecido.

El de Elías y Karla pudo ser uno de esos casos, pero no fue así. Dos meses después de salir de El Salvador, su guía estaba muerto y ellos estaban atascados en la frontera norte de México, secuestrados por el cartel del Golfo, que pedía otros $2.000 para dejarlos libres.

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En Estados Unidos, el Servicio de Inmigración manda a los migrantes a las estaciones de buses de cada ciudad. Esta madre tomó un autobús a Houston desde la estación de McAllen, con su hija en brazos. Foto: David Bolaños.

EL ACTO DE MAGIA

En 1584, un inglés llamado Reginald Scot publicó The Discoveries of Witchcraft, un libro dedicado a revelar los mecanismos de la hechicería medieval. Una de sus secciones evidenciaba cómo nosotros, el público, somos presa fácil de las maromas en el escenario.

Cuatro siglos después, el espectáculo de hechicería colectiva más grande del mundo tiene lugar en México, cuando decenas de miles de niños salen de sus barrios centroamericanos, se desvanecen a lo largo del país y regresan al mundo al cruzar el río Bravo hacia suelo estadounidense.

En Tamaulipas nadie los vio pasar. Si Estados Unidos lleva meses gritándole al mundo que hay miles de niños solos atascados en su frontera sur, las autoridades migratorias mexicanas se declaran perplejas. Tres de cada cuatro menores capturados por los norteamericanos se encuentran en pantanos y montazales directamente al norte de Tamaulipas, pero ahí nadie supo nada. ¿Quién escondió a tantos niños?

Sentado en su oficina a 200 metros del puente sobre el río Bravo, en Reynosa, Juan Triana, coordinador del Instituto Tamaulipeco para los Migrantes (ITM), reconoce que este año han tenido un flujo regular en sus refugios. “Es evidente que pasaron esos migrantes y esos niños migrantes, pero nosotros no los detectamos. ¿Por qué? Porque son personas que ya venían con guías”.

En otro despacho, Maricela Gutiérrez, directora de la entidad municipal a cargo del albergue de menores donde están Elías y Karla, escribe en un papel membretado la cantidad de niños atendidos:

“Ene-Agosto 2014
1.554 menores atendidos
extranjeros 135”.

La mayoría de los niños en buses públicos aparecen en la estación de Reynosa, demasiado aturdidos para poder evadir a las autoridades. Otros, como Elías y su hermana, engrosan el raquítico número de 135 menores luego de ser rescatados de casas de seguridad, las bodegas donde los coyotes esconden a los migrantes.

Ignoran dónde estarán los demás.

El argumento central del libro de Scot intentaba probar la inexistencia de lo mágico, pero daba el beneficio de la duda a los espíritus malignos. Seamos como Scot, entonces, y hablemos de lo que hace el diablo en la frontera norte de México.

EN REYNOSA

El cartel no debía secuestrarnos, explica Elías, que cruza los brazos flacos frente al pecho cuando habla. El salvadoreño aparenta menos años de los que tiene.

En el camino que hicieron hacia el norte, su guía tenía varias casas de seguridad. En cada una esperaban encerrados durante días hasta que la siguiente se desocupara. Antes de pasar de una a otra alertaban a las autoridades para que limpiaran las rutas donde viajaban.

Así atravesaron todo México y, tras varias escalas, llegaron a Reynosa, una ciudad seca que vive con la cara volcada hacia el norte, como si el desierto mexicano la ahogase y necesitara refrescarse con el río y la promesa del sueño americano.

La ley criminal del norte mexicano es similar a cualquier otra: se atienden los tiempos y las tarifas que dicta la autoridad superior, se sigue su agenda y se pagan sus precios. Hasta dan comprobante: en este caso es una clave oral que certifica si el coyote canceló o no el tributo por cada grupo que lleva. Algo así como el tiquete de caja que ciertas tiendas de ropa revisan para que el cliente solo lleve en su bolsa lo que ha pagado.

–Al guía que tenía la contraseña de mi grupo lo mataron.

Elías habla con desgano, con resignación, y dice que unos días después de su muerte llegó un comando del cartel a la bodega donde estaban. Una auditoría, pues. Sean los Zetas, el Golfo o cualquier otro, los grupos criminales que trafican niños hacia Estados Unidos hacen propia la máxima gringa de que todo puede evitarse en la vida, menos la muerte y los impuestos.

Los enviados del cartel pidieron la contraseña y, como nadie supo cuál era, mandaron a los demás guías al cementerio y, a ellos, más de 60 migrantes, los secuestraron y pidieron a cada uno otros $2.000 de rescate. Es como que alguien perdiera el tiquete de caja y tuviera que pagar de nuevo el pantalón recién comprado. Sin un peso, a solas en un país extraño y a 2.300 kilómetros de casa.

Elías recuerda con claridad la casa en donde estuvo secuestrado con su hermana. Era café con blanco y tenía dos pisos. Estaba en una zona “de gente rica” y por las noches pasaba un helicóptero alumbrando las ventanas con un foco inmenso. En un terreno contiguo había una construcción. A mitad de tarde les daban la única comida del día, un plato con cuatro tortillas, algo de arroz y frijoles. Tiempo de viaje de allí hasta el río: 7 minutos.

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Un agente de la polícia de frontera de Estados Unidos vigila el río Grande desde su orilla al norte en McAllen, Texas. En los últimos años, la Patrulla Fronteriza aumentó la cantidad de agentes, vehículos y sistemas de vigilancia en la zona Foto: David Bolaños.

En esa casa se enteró de que su familia ya había hecho la transferencia (el método por excelencia para pagar secuestros) y el cartel agendó una fecha para cruzarlos hacia Estados Unidos. Iban a salir a las 8 a.m., recuerda. Dos horas antes, el Ejército mexicano llegó botando puertas, guiados por un chivatazo, y los liberó a él y a su hermana, junto a varias docenas de migrantes. Estuvieron a dos horas de cruzar el río y regresaron al punto cero.

Ahora esperan a ser deportados hacia El Salvador. Una vez allá, todo empezará de nuevo, cuando llegue el coyote a tocar la puerta.

En Reynosa, a tiro de piedra del río, activistas por los derechos de los
migrantes erigieron una cruz en honor de los latinos que intentan ingresar a Estados Unidos. (Foto: David Bolaños).

BUSQUEN LA MIGRA

Los coyotes llegan de noche para anunciar que el viaje empieza al día siguiente. Empaque varias mudas para usted y otras para el niño, dice el guía, y estén listos por la madrugada, que salimos temprano. Mauricio Escobar, un salvadoreño de 23 años, aceptó la sugerencia y agregó, además, un saquito con medicamentos para su hijo, por si acaso.

Hizo bien. Steven Escobar se enfermó durante el camino. Tiene tres años y su cuerpo infantil resintió la comida precaria que recibió mientras cruzaba México en buses. Calentura y dolor de cabeza, diagnosticó su padre, un pescador de las lagunas de Chalatenango, y eligió una pastilla del improvisado botiquín. Cuando llegaron a la estación de autobuses de McAllen, ciudad gringa a veinte minutos del río, su hijo estaba sano.

Mauricio y su hijo pagaron $8.000 al coyote para llegar a Texas. Tomaron rumbo hacia Estados Unidos el 28 de agosto –tres días antes de que el ejército mexicano liberara a Elías del secuestro del cartel– y en Reynosa debieron esperar encerrados una semana para cruzar el río. Aún no era su turno.

Por cada dos niños solos que migran hacia Estados Unidos, hay otro que llega con uno de sus papás. Algunos son chiquillos como Steven y otras son adolescentes que sus padres buscan salvar de una violación. A veces son bebés de pecho que chupan teta todo el camino hacia el norte. Por el valle del río Grande, al este de Texas, pasaron más de 25.000 niños con sus padres en el 2014.

Durante el último año, la llegada de menores solos a Estados Unidos creció en 88% con respecto al 2013, mientras que la llegada de familias aumentó en 412%, según cifras del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Muchos pueden haber viajado en La Bestia, el tren que serpentea hacia el norte, repleto de migrantes.

Cuando Mauricio y Steven finalmente cruzaron hacia Estados Unidos, el guía los dejó solos y en  la ribera del río. “Solitos, sin nadie, solo con una muchacha de Guatemala. Nos perdimos en el desierto”.

Cuando un adulto no-mexicano llega con su hijo, el sistema legal norteamericano tiene ciertas consideraciones. Le permiten llamar a un familiar en Estados Unidos para pedir que les pague un tiquete de bus y reciben una audiencia de deportación en la ciudad donde vive el benefactor. Migración los deja en las centrales de autobuses con un tiquete en la mano y la promesa de que irán ante el juez. Por eso, el consejo de los coyotes a los niños solos y los adultos que viajan con menores es universal: “Busquen a la migra”.

A muchos, sus guías les prometen que hallarán sin esfuerzo a los agentes migratorios de Estados Unidos y, luego, los migrantes quedan pasmados cuando deben caminar horas y horas entre el lodazal. Carelia Salguero, una hondureña treintañera que trabajaba en una maquila, se hartó de que le robaran el salario cada viernes y pagó $6.000 para llegar con su hija de 2 años a Texas. En suelo estadounidense, tardó varias horas en encontrar una patrulla.

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La ciudad de McAllen pone autobuses a disposición de un refugio para migrantes, de modo que los centroamericanos puedan movilizarse hacia la estación de transporte público. Foto: David Bolaños.

–Tuve mucho miedo de estar ahí. Yo sola, a oscuras, con la niña y los zancudos. Yo creo que fue la parte más fea.

Dice la Oficina de la ONU para la Droga y el Delito que un paquete de cocaína multiplica decenas de veces su valor entre Suramérica y los mercados norteamericanos. Los migrantes centroamericanos se cotizan al revés: valen miles de dólares en su país de origen y otros miles cuando están en Reynosa, pero hasta ahí. Al cruzar el río Bravo, para el crimen organizado valen una mierda.

LEYES Y CARTELES JUNTOS

Nadie sabe con certeza qué hizo explotar la masiva migración desde Centroamérica hacia Estados Unidos. Hay historias individuales, fragmentos de estadísticas y papeles llenos de testimonios, pero no hubo quien diera una respuesta definitoria. Cada quien cuenta su propio drama.

Germán Munguía se cansó de las balaceras y salió para Estados Unidos con su hija mayor, Marta, de 17 años. Dejó siete hijos más en Honduras. A Roxanna, salvadoreña de 23 años, le arrebataron su bebé de pecho a plena luz del día y cinco días después emprendió el viaje.

A otras personas les mataron padres o sobrinos, les quitaron sus casas o recibieron amenazas tajantes. Unos cuantos más se hartaron del trabajo escaso o mal pagado. Casi todos llamaron a sus familiares en Estados Unidos, pidieron algo de plata y dijeron “voy para allá”.

El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) entrevistó en refugios estadounidenses a 404 niños que viajaron solos para entender mejor su travesía y publicó los resultados en julio del 2014.

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Dulce María, una niña hondureña de 6 años que llegó con su madre a territorio estadounidense. Ella cruzó el río Grande hacia Texas con su madre y su tía: perdió allá un diente de leche y aquí, en un albergue de McAllen, recibió una mudada de ropa limpia, un baño, comida caliente y una muñeca. Foto: David Bolaños.

Encontró que 58% de los menores centroamericanos o mexicanos huía de daños y abusos en sus países de origen, o los había sufrido.

Sin embargo, en una región donde la violencia ha sido una constante, faltan variables. A ambos lados de la frontera hay consenso sobre dos cosas que animan a los migrantes a emprender el viaje: la promesa de obtener un permiso de estadía al llegar a Estados Unidos y el marketing solapado de las dinastías mesoamericanas del crimen. Incluso puede que sean una sola.

Sor Norma Pimentel, coordinadora del principal refugio para migrantes en McAllen, pondera tanto la violencia en casa como la ambición del crimen. “Han contribuido mucho los narcotraficantes. La gente que trafica personas ven una oportunidad para hacer más dinero y levantan esperanzas a la gente”.

Un documento del Centro de Inteligencia de El Paso (EPIC, por sus siglas en inglés), filtrado en julio de 2014 al sitio web Breitbart Texas, reporta que de 230 migrantes entrevistados en la zona del valle de río Grande, en Texas, 219 creían que los niños solos o las madres centroamericanas con sus hijos tendrían facilidades para obtener permisos.

El informe es todavía más claro: “EPIC juzga que las organizaciones de traficantes son probablemente responsables de perpetuar rumores que fomentan la migración de centroamericanos para incrementar sus ganancias financieras”.

En el camino hacia Estados Unidos sucede igual que en los espectáculos de magia en Las Vegas: a veces la audiencia no entiende los trucos, pero el mago siempre cobra el boleto.

SEÑOR JUEZ

Todos los migrantes deberán explicarle a un juez por qué están en Estados Unidos. Hablarán de violencia, de pandillas y de falta de empleo. Muchos serán deportados.

“Tuve una amenaza, solamente vivía en mi casa con la niña. Me quitaron mi casa y me dicen que querían que entrara a la pandilla de ellos, yo les dije que no porque tenía a mi niña. Un amigo me ayudó para que me viniera, por eso preferí venirme y arriesgarme a que le pasara algo a la niña”. Ana Lidia Serrano y su hija Dayanna. Honduras. 24 y 2 años.

“Está fregado allí en  El Salvador, aquí se está mejor, pienso yo, hay muchas más oportunidad aquí para los niños. Pueden estudiar y de todo. Allá no, allá hay niños de ocho años ya fumando marihuana, crecen con esa mentalidad”. Jonathan Mancía padre y Jonathan hijo. El Salvador. 27 y 6 años.

“Yo trabajaba en una maquila y ahí nos pagaban el día viernes. El viernes a la salida había una manada de esos tipos, miraban dónde se subía uno, sacaban un arma y había que entregarles todo lo que andaba”. Carelia Salguero e hija (Dana). 33 y 2 años.

“Salimos de Honduras porque el papá de la niña está acá en Estados Unidos. Me traje a mi hermana pero a ella me la dejaron en el reclusorio de menores. Creo que sí me la van a mandar, porque también llamaron a mi esposo y le preguntaron si se hacía responsable, con muchas condiciones”. Karen Mejía y Dulce María. Honduras. 23 y 6 años.

“No quería que me la agarraran, porque ahí solo esperan que crezcan las niñas de 10 o 12 años y las están molestando o las agarran. Y si uno se mete, lo matan o lo golpean. Entonces ella tiene un futuro por delante, no merece estar ahí con esos que le hagan algo peor”. Besy Aguilar y su hija Yanelly. Honduras. 30 y 10 años.

“Hay mucha delincuencia y hay muchas cosas que lo hacen a uno salir de su país, no hay trabajo y se haya poco para sobrevivir, entonces esa es una de las razones que uno sale de su país para buscar algo mejor acá”. Arnoldo. Honduras. 18 años, salió de 16.

La organización de asistencia legal para migrantes, ProBAR, tiene docenas de ilustraciones donde niños solos narran cómo es su casa, su viaje y sus sueños. (Foto: David Bolaños).

SEGUNDO ROUND

Elías luce desganado. Cuando hablamos sobre volver a El Salvador agacha la cabeza y su hermana, con el pelo amarrado en un moño, levanta la mirada. Dicen que volverán a intentarlo. Regresarán en avión hasta San Salvador, tomarán de nuevo sus mochilas y subirán otra vez los 2.500 kilómetros hasta Reynosa, rezando para que la suerte los trate mejor esta vez. Con un pie que pongan en Estados Unidos, irían a Boston para enfrentar allá el juicio migratorio junto a su familia

¿Qué pasará con el dinero que pagaron? No saben. Puede que el cartel les reconozca su adelanto de $6.500 para un nuevo viaje hacia el norte, pero ahora enfrentan el inconveniente de que su guía está muerto. ¿A quién le reclama uno?

Desde mediados del 2014, las autoridades de Estados Unidos, El Salvador, Honduras y Guatemala desarrollan una campaña dirigida a menores de edad y a familias con hijos que planean salir hacia el norte, con el objetivo de disuadirlos. Aquí no hay permisos, el camino es peligroso, no envíen a sus niños. Estos avisos, publicados en vallas y medios de comunicación, ya han tenido un impacto, dicen los gobernantes de estos países. Serán deportados, dicen los gringos.

Todas las familias que llegaron a la estación de buses de McAllen a mitad de setiembre tendrían que asistir a su primera audiencia migratoria a inicios de octubre. Algunos tal vez no lo hagan y se pierdan entre los 12 millones de migrantes que viven en los Estados Unidos, sin documentos, trabajando por un cuarto del salario oficial, sobreviviendo, con miedo que la Migra los descubra y los deporte.

De los que se presenten a juicio, ninguno tendrá un abogado ofrecido por el Estado y puede que, al finalizar el proceso, sean deportados y descubran que pagaron $8.000 para nada. Por una ilusión.

En Centroamérica, los grupos criminales saben que venden humo. Que no hay nada seguro. Que una vez en la frontera, no hay truco que valga. Aún así, durante agosto llegaron más de 100 niños solos cada día y seguramente en Centroamérica se preparan otras familias con hijos para emprender el viaje.

En ese montón de niños que migran solos estarán, seguramente, Elías y Karla. Antes de despedirnos, en el centro para niños solos de Reynosa, hablamos sobre la familia que los espera en Boston. Me dice que todos sus hermanos siguieron el mismo camino, que solo ellos no lograron pasar al primer intento. Que al llegar a casa comprarán de nuevo el servicio. Que volverán a intentarlo. Una y otra vez. Que se convertirán en el humo de las estadísticas anónimas que ya son.

Que una noche, el coyote les dirá: mañana salimos. Y volverán al camino.

Aunque se le llame Grande o Bravo, este río puede cambiar todo: a un lado está el sueño americano y al otro, una región dominada por el crimen. En ninguna rivera los migrantes tienen un prospecto alentador. (Foto: David Bolaños).

Carero...

La estación de autobuses de McAllen se llena varias veces al día de migrantes. Allí están las familias que irán hacia ciudades al norte, pasando muchos por Houston, y con destinos finales como Washington DC, Los Ángeles o Miami. Desde ahí, Jonathan García y su hijo Jonathan (27 y 6 años) relatan que acordaron la tarifa de $14.000 para que un coyote los llevara desde La Libertad, en El Salvador, hasta California, donde vive el abuelo y la madre del niño.

La noche en que los descubrió migración, dejaron de verlo. El padre está aliviado: solo pagó la mitad del viaje por adelantado. Ahora, con la orden de presentarse ante el juez en California, podrá viajar hasta donde están sus familiares sin pagar los otros $7.000. Sonríe. Su hijo no está tan convencido.

-Papi, ese coyote sí es carero. Te dijo: solo esto te vamos a cobrar y el resto del viaje era dame más, dame más para la pasada. ¡Juepucha! 


Albergue de niños migrantes en EE.UU.: La Hielera

Tras cruzar el río Bravo, los niños solos vuelven a desaparecer, esta vez absorbidos por la burocracia estadounidense. A la estación de autobuses de McAllen llegan únicamente padres y madres con hijos: es un local familiar. Los niños solos son transportados hacia refugios que la Oficina para el Reasentamiento de  Refugiados (ORR) tiene en todo el país.

Los ORR más cercanos a la frontera, son los de McAllen y Harlingen y están vedados a la prensa, pero sí permiten el ingreso de activistas como Sor Norma Pimentel: “Están muy callados (los niños), muy tristes y asustados. Quieren saber cuánto tiempo van a estar ahí”.

Arnoldo es otra puerta de entrada a ese mundo. Hace año y medio, a la edad de 16 años, el hondureño decidió salir de su país porque este había perdido el rumbo. «Ahí siente como que no avanza uno», confiesa. Tomó ruta hacia el norte sin guía, solo con unos amigos que después se arrepintieron y volvieron atrás. Él siguió. En Reynosa coordinó con su hermano, residente oficial en Texas, para que le pagara un coyote. Todavía no sabe cuánto costó.

Al cruzar el río, su guía lo abandonó y Arnoldo, quien prefiere no publicar su apellido, fue capturado por la Migra. Después siguió el camino de todo niño solo.

Los agentes lo enviaron a La Hielera, nombre oscuro con que los migrantes llaman al centro de procesamiento de la patrulla fronteriza, donde un aire acondicionado gigante se encarga de mantener una temperatura antártica y los oficiales confiscan chaquetas, bolsos con ropa, cordones de zapatos y hasta artículos para el cabello.

“Le dan una cobija de aluminio que es como papel de aluminio, pero eso no calienta nada para esa temperatura que tienen ahí”, explica Arnoldo.

El Servicio de Inmigración intenta ubicar familiares  que vivan en Estados Unidos de cada menor de 18 años que llega hasta su frontera y luego de un breve proceso los envía con ellos.

Según el Departamento de Servicios Humanitarios de Estados Unidos, este es el destino del 85% de los niños migrantes que cruzan el río sin un adulto. Allí seguirán el juicio, que puede durar hasta cinco años si agotan todas las instancias de apelación.

Arnoldo tuvo otra suerte. A pesar de que su hermano trabajaba legalmente como fontanero, pasó poco más de un año en el refugio para menores de Harligen. Allí despertaba a las 6:30 a. m. todos los días, iba a clases siete horas diarias y tenía espacios de televisión o deportes por la tarde. Conoció a su abogada, una litigante ad honórem que aceptó ayudarle con el caso y cuando cumplió 18 años, fue trasladado a un centro para adultos.

Finalmente, en setiembre pasado recibió una visa especial juvenil y pudo mudarse al apartamento que alquila su hermano.

La primera vez que llegó a la corte, meses antes de recibir su permiso, llegó solo. En Estados Unidos no hay defensores públicos para la justicia migratoria.

–Ahí nomás pedí tiempo para buscar un abogado.


Cortes de Harlingen

Un miércoles de setiembre, el juez Eliazar Tovar presidió sobre la corte de inmigración de Harlingen, Texas, 45 minutos al este de McAllen. Hablaba perfecto español, pero las formalidades iban en inglés: al principio de cada sesión, preguntaba ayudado por una secretaria/traductora cuál idioma entendía mejor cada imputado.

Cinco menores y algunos familiares esperaban en los asientos del público. El primero, un salvadoreño de 17 años con paso valiente, pidió que le movieran el caso a San Antonio, Texas. Otra chica pidió que pasaran su caso a Washington, donde espera ver a su madre («¿Ya hablaste con tu mamá?», preguntó en español Tovar, fuera de actas, cuando terminó con ella). Muchos piden que muevan su caso a otra sede, otros ni se molestan en llegar. De 77 expedientes programados para el día, solo despacharon 5.

Los últimos eran dos mexicanos de 17 años que llegaron con su abogada ad honórem. Aceptaron los cuatro cargos que les imputaba el fiscal y tendrán que irse de regreso a su país. Los dos vestían igual: pantalón sin faja, tenis celestes y camisa holgada.

Cuando salimos de la sala de audiencias y se fueron otra vez hacia el centro de niños solos, descubrí por qué fue tan rápido el trámite: ambos eran guías de grupos de migrantes, es decir «baby-coyotes».

Las organizaciones criminales mexicanas prefieren usar menores de edad porque, si los atrapan, están menos tiempo encerrados y porque casi siempre terminan deportándolos.

Si fuera un adulto, tendrían menos opciones en los tribunales. Del otro lado del río hacen magia, pero aquí la ley es otra. Aquí sirve solo lo que uno diga ante el juez. 

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