La generación de abogados que nadie quiere

Hace un par de siglos, unos alemanes decidieron crear una palabra para definir ese sentimiento de decepción que nace cuando choca el

Hace un par de siglos, unos alemanes decidieron crear una palabra para definir ese sentimiento de decepción que nace cuando choca el mundo ideal que uno tiene con el mundo real. Empecé la carrera en derecho (así, con minúscula) con muchísima pasión y amor por la materia, todas las clases eran tomadas en serio y cada trabajo era realizado con esfuerzo. Sentía que la carrera me abría las puertas a ejercer una profesión sumamente interesante y retadora. Eso era en primer año, ahora estoy en el cuarto año de la carrera y el colegio de abogados (de nuevo con minúscula) decidió crear un examen de incorporación que nadie aprueba y con todo esto mis compañeros y yo debatimos con un café si realmente vale la pena entrar a la clase de las siete. El estudiante de derecho se encuentra frente a tanto cinismo que es casi gracioso, no hay nada como ir a la Universidad en la mañana a clases sobre los principios del derecho laboral y los derechos mínimos del trabajador y luego en la tarde, ir a la oficina a trabajar como “asistonto” para ganar menos del salario mínimo (en caso que decidan pagar esa quincena), trabajar con una enorme sobrecarga y ni soñar con estar en la Caja del Seguro Social. Hay profesores que se quejan de que no nos esforzamos en los trabajos y exámenes, pero es difícil mantenerse motivado cuando ellos mismos, periódicamente nos recuerdan como la carrera está sobresaturada y que cuando nos graduemos no va a haber empleo para ninguno de nosotros porque cada vez hay más estudiantes que se gradúan como abogados. No nos hemos ni graduado y ya somos responsables del imaginario colectivo que es el “desempleo”. Hay que ser justos, sí hay profesores que se nota el amor que le tienen a la enseñanza y la entrega que tienen a su rol de maestros con nosotros; sin embargo, luego están los que nunca llegan a dar lecciones porque “les surgió algo en la oficina” (cuando deciden justificar su ausencia) recordándonos que están ahí por su currículo y nosotros somos algo accidental. También están los profesores que acosan sexualmente a las compañeras con toda la libertad y naturalidad del mundo o los que llegan a “enseñar” y ni siquiera se molestan en averiguar si el artículo que están citando fue reformado hace casi diez años. La administración convierte cosas tan sencillas como matricular los consultorios jurídicos (requisito para graduarnos) en toda una odisea que requiere hablar con un ejército de funcionarios para que al final nos digan que mejor suerte el próximo periodo. Rápidamente, los abogados nos hacen saber que no nos quieren ya que somos una amenaza a su vida laboral, la administración de la Universidad se especializa en negarnos cualquier asistencia y el colegio profesional se esfuerza en mantenernos afuera de la vida laboral. La tragedia consiste en que poco a poco nosotros los estudiantes nos vamos entregando a la apatía y menosprecio por la profesión y terminamos no queriendo ser esa futura generación de abogados. En primer año veía con ansias el día de graduarme como abogado y ejercer la profesión y en cuarto año la misma idea me causa un vacío en el estómago. Weltschmerz es la palabra.

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