La Iglesia de Francisco y la autonomía

Decir que el catolicismo está en crisis es casi una “verdad de Perogrullo”. Todas las encuestas sobre tendencias religiosas

Decir que el catolicismo está en crisis es casi una “verdad de Perogrullo”. Todas las encuestas sobre tendencias religiosas que se han hecho durante los últimos veinte años en Latinoamérica muestran que la cantidad de personas que se declaran “católicos practicantes” ha venido disminuyendo ostensiblemente (Costa Rica no es la excepción, como lo muestra un reciente estudio realizado por la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la UNA). Aunque un porcentaje considerable de esa población se sigue considerando católica pero “no practicante” (en especial los más jóvenes), muchos han abandonado el catolicismo y se han convertido a otras denominaciones cristianas. Además, hay un porcentaje cada vez mayor que se declara como “no creyente”.

Por esta razón, no es gratuito que la Curia romana haya decidido elegir un Papa latinoamericano que defiende posiciones que se pueden considerar “progresistas” en temas tales como el cambio climático, los derechos de los inmigrantes o la pena de muerte, mientras al mismo tiempo mantiene un discurso conservador en otros que la Iglesia considera más importantes, como la imposición del celibato sacerdotal, la defensa de la familia tradicional o la condena al aborto y al matrimonio entre personas del mismo sexo.

La visita de Francisco a Cuba y a Estados Unidos dejó en evidencia que la Iglesia no sólo está tratando de recuperar la fuerte presencia mediática que mantuvo durante el pontificado conservador de Juan Pablo II sino que también aspira a convertirse en un actor político relevante en la región. Sobre todo, llama la atención que el pontífice subrayara en su discurso ante el Congreso de Estados Unidos que la ley debe tener un fundamento religioso, ignorando así los avances alcanzados durante los últimos dos siglos en materia de secularización de la sociedad (reconocidos incluso por la misma Iglesia en el Concilio Vaticano II).

Esto es particularmente importante para Costa Rica, un país en donde la injerencia del clero católico en las políticas públicas es casi considerada como algo natural y es amparada por la misma constitución (artículo 75). Durante los últimos meses, la jerarquía católica costarricense ha ejercido un rol protagónico en contra de la Fertilización in Vitro y, aliada con grupos evangélicos de corte fundamentalista, ha organizado o patrocinado marchas “por la Vida” (léase, en contra de los Derechos Reproductivos). Las recientes declaraciones de Mauricio Víquez, vocero de la Conferencia Episcopal costarricense, en el diario La Nación, donde afirma que tener hijos no es un derecho sino un “don de Dios”, es una versión de la anacrónica y autoritaria imposición eclesial que ordenaba que las parejas debían tener sólo los hijos “que Dios quisiera” y un insulto a las parejas costarricenses que se han visto obligadas a utilizar alguna técnica de reproducción asistida.

Para concluir, no está de más subrayar que la emancipación de una sociedad no depende del progresismo ni del carisma que tenga un papa o cualquier otro dirigente religioso. Esta solo se alcanzará cuando se establezca una clara separación entre la religión como práctica privada y el espacio público, es decir, cuando los políticos asistan al culto por una creencia íntima y personal y no para congraciarse con el clero, cuando los sacerdotes no pretendan imponer su criterio en materias que no les competen (como las políticas de salud reproductiva), cuando en las escuelas públicas no se adoctrine a los estudiantes ni se les impongan clases de una religión aunque esta sea la de la mayoría y cuando cada persona sea libre de elegir si cree o no sin temor a ser discriminado o marginado por eso. ¿Será eso pedir demasiado?

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