La esclavitud de la edad antigua y el vasallaje medieval solo permitieron levantamientos aislados contra el poder; muchos siglos después, dos grandes revoluciones, la francesa y la norteamericana, establecieron el modelo a seguir, la hoja de ruta; por fin, en el siglo XIX, el de la gran transformación industrial, los pensadores de esta “segunda ola”, preocupados por las masas explotadas, gritaron a los obreros del mundo: ¡uníos! Desafortunadamente, todos esos experimentos que pretendieron emancipar a las masas y hacerlas partícipes de la riqueza que genera la sociedad, terminaron muy mal. El poder solo cambió de manos, y con frecuencia, más abusivo, genocida y corrupto que los desalmados liberales lucrativos que combatieron. Aún quedan vestigios de esos intentos revolucionarios frustrados y aún alguno por ahí intenta repetir el postre. Todavía grandes sectores de la sociedad mundial están lejos de tener acceso a este aprendizaje.
Hoy el espectáculo cotidiano, el circo, lo tenemos todos los días en las portadas de los periódicos amarillistas, en los noticieros y en los shows en nuestras pantallas gigantes de televisión conectadas a la web; y en las calles lo observamos fascinados en cada una de las colisiones, atropellos, accidentes mortales e intervenciones policiales aparatosas. Ya no tenemos que desplazarnos hasta el circo; más bien pedimos en nuestra butaca que nos traigan un combo de 4000 calorías, con opción de agrandarlo. Las grandes masas somos llevadas en pos de placer y consumo; el marketing nos vendió la idea que ahora sí podemos tener todos los placeres que antes solo gozaba la elite: estilos de vida “exclusivos” (crédito irresponsable), placer corporal (trata, comercio sexual y todo tipo de sustancias legales e ilegales), comida barata y abundante (todas las franquicias que idolatran nuestros hijos) y cosas, cosas y más cosas (incluyendo las robadas, traficadas y falsificadas); pero claro, siempre que sigamos produciendo y consumiendo; que sigamos siendo, por tanto, parte del sistema de acumulación de capital por ciertos grupos; esta vez, más anónimos que antes, con sus maniobras de intermediación, de usura y de sometimiento, cada vez más refinadas. Idénticos al esbirro de Atila o al soldado napoleónico, arriesgamos el pellejo por una promesa, pero no todos regresamos vivos; cada generación disfruta más de esta apuesta irresponsable: cada día más placer, más bienes, más hígado graso y más fiesta, con menos esfuerzo y menos responsabilidad, a costa de lo que sea. A costa de nuestra salud mental y la del planeta; pero sobre todo, a costa de nuestra unidad social por antonomasia: la familia. Hemos introducido a nuestras casas lo que antes se quedaba detrás de la puerta; ahora cada cliente del hogar, desde el niño pequeño hasta la abuelita, tiene su nicho de consumo egocéntrico (y su tarjeta de crédito), desplazando a la comunicación, la solidaridad, la responsabilidad, la empatía, el afecto y la socialización; o sea, todo lo que nos hace felices y seres humanos realizados. Todavía no nos hemos rebelado.