No es con consignas sobre la Universidad como fragua de ciudadanía, ni declarando el campus bastión de resistencia frente al “imperio del mercado”, que se resuelven problemas estructurales. Tampoco lo es cuestionando el derecho que asiste a los diputados, en tanto representantes populares, a saber de los manejos financieros de esta excelsa República de las Ciencias y las Letras. Las instituciones no valen por sí mismas, sino en la medida en que dan testimonio de prácticas sanas. Defender una institución a capa y espada, por pereza o temor a perder privilegios, resulta una grotesca idolatría.
La UCR gusta de erigirse en celador de la justicia social, pero esto contrasta con el hecho de que la mayor parte de su cuerpo docente malvive en condiciones de precariedad y subempleo, sin posibilidades de crecer ni académica ni personalmente. Somos los primeros en denunciar la injusticia, pero los últimos en reconocer esta chocante asimetría, gracias a la cual una minoría de profesores recibe jugosísimos salarios −a veces haciendo muy poco− y una inmensa mayoría de mano de obra docente, que labora por contrato, deja literalmente de existir para la Oficina de Recursos Humanos durante varios meses del año. Sabemos que con un crecimiento automático de un 8 % más la inflación, el esquema salarial de la UCR colapsará más pronto que tarde, y así nunca habrá plata que alcance.Por más que se esgrima aquí y allá un abstracto criterio de “excelencia académica”, tanto en relación con profesores como con estudiantes, sabemos que en lo que al personal docente atañe, muchos de los criterios de ascenso que rigen son todo menos académicos y responden más bien a simpatías, sectarismos ideológicos o a las espurias y coyunturales alianzas de la patética política universitaria. También los concursos de antecedentes han devenido, en gran medida, certámenes de simpatía y bombetismo. Peor aún, esta administración −en concreto las autoridades de docencia− ha demostrado total falta de sensatez en lo que se refiere a la integración de los graduados en el exterior, que se reincorporan por medio de un contrato laboral. Después de una inversión de varios años, de embarcarse en un costoso esfuerzo lejos de su país, muchos de los que regresamos nos topamos con que nuestra situación laboral no mejoró gran cosa.
Por otra parte, es común encontrarse con profesores con más de tiempo completo asignado y sin justificación de peso. El incentivo de dedicación exclusiva resulta ser, en muchos casos, un descarado robo, pues no pocos de los que gozan de este privilegio prácticamente no se avistan por la universidad durante el receso de diciembre a marzo. Se inventan una investigación, solicitan una carta de alguna universidad extranjera, y se desaparecen varios meses con el pretexto de investigar, cuando en realidad lo que hacen es darse unas hermosas vacaciones por Europa. Cabe mencionar también el caso de profesores con proyectos de investigación eternos y cuyos resultados son escasos, los mismos que zafan el lomo a como pueden, para no impartir lecciones, abusando además de sus asistentes al obligarlos a dictar lección, algo por lo demás reglamentariamente prohibido.
No pocos funcionarios se comportan, además, como verdaderos gamonales detrás de direcciones académicas o administrativas; son los que ven en la universidad una extensión de su patrimonio personal y crean redes de influencia con las que fomentan amiguismos y servilismos repulsivos. Otros tantos, amparados en su libertad de cátedra, hacen de la docencia una tribuna desde la que no disimulan su grosera voluntad de adoctrinamiento. A esto hay que unir la completa inutilidad de las evaluaciones docentes, pantomima que hace prácticamente imposible que se sancione o despida a un profesor incompetente; como decía mi abuelita, los de arriba siempre se cobijan con la misma sábana, y entre compinches no nos majamos la manguera, pues hay favores políticos que pagar.
El tema de los viajes al exterior es también de resaltar. Algunos jerarcas universitarios, una vez asentados en su feudo, dan literalmente rienda suelta a su libido viajera y no desperdician ninguna oportunidad para salir del país a cuanta invitación reciben, por más irrelevante que sea. Algunos diputados llamaron precisamente la atención sobre los excesos presupuestados bajo este rubro. Los llamados “cursos coladero” son otra vergüenza institucionalizada, sobre la que tampoco escuchamos a ningún jerarca levantar la voz. La lista continúa, pero en algún lugar hay que poner punto.