Leibniz y la educación

Como filósofo formuló la teoría de las mónadas, la que supone que entre el alma y el cuerpo se una armonía preestablecida.  Gran conocedor

Leibniz, en castizo, Leibnitz. Godolfredo Guillermo, barón de Leibniz, filósofo, matemático y físico alemán; nació en Leipzig (1646-1716). Después de residir en París (1672-1676), donde se  desempeñó como diplomático al servicio del elector de Maguncia, fue nombrado bibliotecario del duque de Brunswich (1676), hasta su muerte. De las 23 carreras profesiones que tuvo ésta fue la que más amó; le permitía leer infinita y rápidamente y escribir simultáneamente sus observaciones. Se le llama “el segundo Aristóteles”, “el último gran renacentista”, “el último genio enciclopédico”, “el último gran sabio del mundo”.

Como filósofo formuló la teoría de las mónadas, la que supone que entre el alma y el cuerpo se una armonía preestablecida.  Gran conocedor de Descartes, de quien era un preclaro crítico.  Como matemático descubrió, al mismo tiempo que Isaac Newton,  los fundamentos del cálculo diferencial (infinitesimal), las cuales  publicó en 1684.

Como físico determinó la fórmula de la energía cinética y fue el primero en observar y escribir sobre la chispa eléctrica. Su inmensa capacidad de estudio y trabajo le permitieron cultivar simultáneamente otros conocimientos: filología, teología, jurisprudencia, medicina,  etc. Fue uno de los fundadores de la Academia de Ciencias de Berlín (1700), y su Presidente perpetuo. Algunas de sus principales obras filosóficas son: Monadología,  Discurso de metafísica, Teodicea, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano.

Como pedagogo llegó a establecer que “la educación lo puede ¡TODO!, hasta hacer bailar a todos los osos!”.  Y anotó al respecto, “lo peor de la educación  es un estudiante que no sabe estudiar, porque lo peor es un maestro que, porque no sabe observar, no sabe ser maestro”. Y es que era un acervado crítico de las deformaciones educativas: de los entreguismos a la incuestionable obediencia que imponen “los eruditos”,  de la fidelidad ciega a todo lo que se lee y escucha, de la falta de escepticismo y de sospecha, de la radical ausencia de experimentación, de corroboración de todo cuanto se afirma o cree, “esa abtrusa ceguera pedagógica que llaman saber y que no deja de ser sino plena erudición que aturde, desgasta y no beneficia en nada”. Y es que Leibnitz promovía la educación experimental, ensayística, crítica, reformuladora, activa. Aconsejaba leer algo e inmediatamente escribir  todas las observaciones personales. Practicando este método llenó un salón inmenso con folios de sus observaciones personales. Al día de hoy, poco a poco, el Archivo Leibnitz es publicado.

Tenía un llamativo inmenso perro pastor; gustaba de comer pasteles prusianos, afirmaba que el vino alargaba la vida, que el ponche tibio combatía la ansiedad, que los huevos fritos o duros y el queso daban buen humor y que el hermoso mundo que nos rodea no sólo es el mejor de los mundos posibles (y que por eso es una realidad, matemática y metafísicamente posible frente a otros mundos posibles), sino que esté mundo está poblado de gente ignorante y de buena fe, por una minoría de educados y educadores y de otra minoría que son cual parásitos de los demás. Predijo que la educación era el requisito para salir de una futura, inmensa y garantizada pobreza mundial; que la ciencia revolucionaría al mundo, pero que la exigencia indiscutible de la ciencia era el científico culto, “ese peculiar individuo, ser que practica y enseña la sospecha y la experimentación (ensayo), esa  inusual combinación armonizada que se da a veces entre el cuerpo y el alma”.

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