“Allá en el Rincón de Cubillos, un barrio aledaño a barrio México durante los años 1930 al 1950, la pobreza con su miseria ahogaba a familias enteras, pero mucho más a los indigentes. Siempre el hambre y la desnutrición crecían como gemelos. La injusticia social era evidente y maldita.
Los políticos decían que la democracia era buena para todos y jugaban polo en finos caballos, en La Sabana. Los sacerdotes ocultaban la realidad con oraciones. Los maestros enseñaban que dos más dos son cuatro. Estos indigentes eran seres humanos que se deshacían, que suplicaban y que decían oraciones que el viento se llevaba. Chaplin y Lila eran pareja de indigentes.Él caminaba con sus pies torcidos y ella usaba un vestido de color lila. Ambos cargaban en sus alforjas, además de la pobreza, la tristeza, su dolor y su ira. Chaplin era limpiabotas y Lila lo acompañaba; siempre estaban juntos y algo se ganaban, y con ello medio comían.
En sus rostros no estaba presente la alegría y la sonrisa, no la usaron nunca. Sus ojos opacos por el sufrimiento eterno permanecían sin brillo natural, como natural era su agonía. No tenían vicios de ninguna clase y jamás pensaron en tener hijos.
Chaplin, en sus conversaciones trilladas por su ignorancia y por su humildad, e inocencia, hablaba de los tagarotes que siempre eran los dueños de la riqueza y culpables de la pobreza y de la miseria y de toda la desgracia que puedan padecer las personas, y decía palabras gruesas, también, en contra de los políticos, que siempre mienten. Chaplin era una muy buena persona y Lila, también. Ambos vivían abrazados con la gran miseria y con su agonía.
Eran seres creados por Dios, caminantes de caminos del diablo. Las noches y los días eran iguales y la oscuridad era total. Los políticos de aquel tiempo, como siempre, hablaban de la democracia y que sin democracia es mejor no vivir.
Los ricos o capitalistas de ese entonces eran pocos, tenían mucho y no compartían nada. La pobreza era como una extensa cobija que cubría a todos. “Cartera” era otra indigente.
Siempre cargaba una gran cartera y su cara bien pintada. A veces era violenta y renegaba de su condición social. Era una agonizante caminante. José Ángel “Cacharpas”, siempre con sus dolores de cabeza, que nada ni nadie podría calmar.
Optaba, locamente, por correr en la noche, dando gritos por el dolor de cabeza y los perros como una jauría le perseguían y le aumentaban su agonía. Un día apareció muerto y en la cara plasmó la tristeza que nunca lo abandono. “Rafael Bomba” era una persona mayor y vivía en un “rancho”, de una sola pieza y cubierto de latas de zinc.
Generalmente recibía los saludos de los malos vecinos que le tiraban piedras y le producían gran escándalo. No decía nada y su sufrimiento era cada vez superior. Quizá su angustia la aplacaba en llanto. “Marraqueta” era joven y siempre mal vestido; su cara por aguantar hambre, era casi de calavera. Vendía periódicos y algo ganaba; su forma de anunciar las noticias que se publicaban en esos periódicos era elocuente y hacía mucha gracia.
Seguramente él se sentía bien, pero el hambre no lo abandonaba nunca. “Azulito” cargaba como una pesada cruz, como un recuerdo de amor, con una joven que falleció en un momento jamás imaginado. Su terrible dolor le afectó la mente y su pesar lo llevó por el resto de su vida. Fueron muchos los indigentes. No pedían limosnas, pero recibían las que se les daban y agradecían con el “muchas gracias”.
Cada uno tenía su historia oscura y dolorosa de su tragedia social. No ocultaban su impotencia, ni su dolor, ni su agonía. Sus sueños los compartían con los piojos, las pulgas, los ratones y cucarachas.
Por fin la muerte les llegó como una bendición, en donde todos somos iguales. Ya no están entre nosotros; dejaron sus huellas.
Huellas de la injusticia en donde todavía las brechas sociales están presentes, dulces para unos pocos y amargas para muchos.