Hace algunos años apareció en Estados Unidos un libro que rápidamente se convirtió en una especie de “best seller” político. En ese libro, titulado “What´s the Matter with Kansas?” (“¿Qué pasa con Kansas?”), el autor (Thomas Frank) se preguntaba cómo había sido posible que un Estado de la Unión Americana que históricamente había sido progresista, se convirtiera a inicios del siglo XXI en un bastión del conservadurismo religioso y del activismo político antiprogresista.
La misma interrogante que se planteaba Frank en ese momento, me ha surgido al ver lo que está sucediendo hoy en nuestro país. Aunque ciertamente Costa Rica nunca se ha distinguido por ser un país progresista en materia religiosa -el hecho de ser todavía uno de los pocos Estados confesionales que quedan en el mundo es una prueba fehaciente de ello-, basta con echar una ojeada a los temas políticos que se discuten hoy, para darse cuenta de cuánto hemos retrocedido en esta materia y de cómo la injerencia de la religión en la esfera pública ha aumentado durante los últimos años.
El reciente nombramiento de un pastor cristiano fundamentalista, que se ha opuesto a cualquier proyecto de ley que le otorgue beneficios a la población homosexual como presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa ha sido, podríamos decir, “la gota que derramó el vaso”. Sin embargo, este vergonzoso hecho es sólo el último eslabón en una larga cadena de hechos que evidencian una ofensiva del conservadurismo religioso en nuestro país, una ofensiva que amenaza con destruir, o por lo menos debilitar, los ya de por sí escasos espacios de autonomía que se han alcanzado durante los últimos años en materia de políticas públicas educativas y de salud.
Es preocupante que actualmente en la Asamblea Legislativa se discutan varios proyectos de ley que van en esa línea. Entre estos podemos destacar un proyecto de ley de «igualdad religiosa», que pretende extender los privilegios que tiene la Iglesia católica a otras denominaciones religiosas, otro proyecto de ley para declarar “el día del no nacido” y otro proyecto de reforma constitucional que pretende que se prohíba explícitamente el matrimonio homosexual, estableciendo que el matrimonio sólo se puede realizar “entre un hombre y una mujer”.
Pero tal vez lo más grave sea el hecho de que la actual administración esté negociando -a puerta cerrada- desde hace meses, un Concordato con el Vaticano que le otorgaría fuertes privilegios a la Iglesia católica (SEMANARIO UNIVERSIDAD #1943).
La reciente reunión de la presidenta Chinchilla con el Papa Benedicto XVI muestra la importancia que tiene este tema para el gobierno actual y para una presidenta que no por casualidad fue nombrada “hija predilecta de la Virgen” por el obispo de Cartago, y que se ha manifestado abiertamente en contra de cualquier proyecto de ley que pretenda cuestionar la confesionalidad del Estado. No olvidemos que el Estado costarricense recientemente fue acusado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por ser uno de los pocos países en el mundo que prohíbe la fertilización in vitro y que la Iglesia católica ha invertido millones en campañas publicitarias para apoyar esta prohibición.
Esta ofensiva del conservadurismo religioso se ha visto facilitada por la débil resistencia que le han opuesto las pocas agrupaciones políticas que explícitamente reivindican la laicidad en este país. Por desgracia en Costa Rica parece que sigue siendo “políticamente incorrecto” enfrentarse a la Iglesia católica y a otras denominaciones religiosas.
En ese sentido, sería importante recordar -y reivindicar- que dirigentes políticos e intelectuales de la talla de Ricardo Jiménez, Cleto González Víquez, Mauro Fernández, Joaquín García Monge, Omar Dengo, Carmen Lyra o Joaquín Gutiérrez, entre otros tantos forjadores de la Costa Rica contemporánea, fueron defensores de la separación entre el Estado y la religión en todos los ámbitos, algo que ha sido ocultado e invisibilizado por la historia oficial. Ese parece ser hoy el principal reto del movimiento laicista en Costa Rica.