Según Giddens (Sociología, 1991), el prejuicio “se refiere a las opiniones o a las actitudes
mantenidas por los miembros de un grupo respecto a los de otros, mientras que la discriminación alude a la conducta real hacia ellos”.
El prejuicio operaría mediante lo que Giddens denomina “pensamiento estereotípico, un sistema de categorías con que las personas clasifican sus experiencias” y se basan en retóricas de clasificación, que suponen la construcción de sujetos cuyas características son fácilmente identificables, se pueden catalogar, seleccionar y se construyen discursos estigmatizantes revestidos de cientificidad o de generosidad altruista, pero que tiene en común la construcción de “otro” inferior y pauperizado, precarizado y excluido, sobre el que alguien tiene que hacer algo.Nos referimos al uso de prejuicios para abordar críticamente una categoría que sobresaturó los lenguajes de la recién concluida primera ronda de la campaña electoral y que −tal vez− al discutirla públicamente, permita eliminarla de una vez por todas del lenguaje político costarricense y que no hayan más “segundas rondas” para los prejuicios. Nos referimos a la noción de “los pobres”.
Señalemos primero que en la noción de “pobres” se sobreenfatiza la condición de pobreza y se subvalora la situación de seres humanos. En sentido estricto, aquí nos referimos a personas en condición de pobreza, o seres humanos en condición de pobreza, sin convertir tal condición en un nuevo sujeto con una carga negativa y descalificadora, que sobresatura los discursos economicistas, de las iglesias y de la mayoría de los partidos políticos en Costa Rica.
De “los pobres” se predica su exclusión, su marginación, se les imagina en ghettos degradados y territorios peligrosos, se les asocia con imágenes desoladoras y embrutecidas, se les imagina “violentos”, proclives a la drogadicción, la prostitución, a la destrucción familiar, se les imagina no como sujetos de derechos sino como casos individuales que requieren “intervenciones institucionales”, se les ofrecen “bonos”, “polos de desarrollo”, se les ofrece “levantarlos”, “ayudarlos”, etc, etc.
“Los pobres” con toda esa carga negativa que supone que a una persona lo conviertan en una categoría de exclusión −pero por la que extrañamente todos los políticos están dispuestos a sacrificarse con tal de “cuidarlos” o “protegerlos”−, no es más que la expresión más radical de lo que Gayatri Spivak denominaba violencia epistémica, donde la persona es despojada hasta del derecho cultural a la palabra. Y solo “otros” hablan por “los pobres”.
El notable economista Manfred Max-Neef introdujo hace unos años la discusión crítica sobre los enfoques reduccionistas de la pobreza. Argumentó el reduccionismo implícito del enfoque economicista que define pobreza como carencia de recursos, líneas de pobreza basados siempre en definiciones minimalistas de lo “estrictamente necesario para la sobrevivencia” y sostuvo que más que hablar de una situación estática de la pobreza, hay que abordar la discusión con conceptos dinámicos y multidimensionales: las carencias lo son de múltiples naturalezas: de organización, de participación, culturales, de género, de afectividades, de identidades, etc.
Desde tales perspectivas, recomendó hablar de pobrezas y no de pobreza, y habló de la necesidad de superar visiones que negaban a los seres humanos esencializándolos como «pobres», en vez de enfatizar su condición de personas y discutiendo la situación que les resultaba degradante en su condición de seres humanos y violentadoras de derechos: las situaciones de pobreza y de carencias.
Ojalá se elimine del lenguaje político la categoría estigmatizante y prejuiciada de “los pobres” y avancemos –también en nuestros conceptos y visiones− hacia una comunicación basada en derechos humanos, que permita avanzar hacia una cultura política respetuosa de las personas y con ello estaremos contribuyendo a la madurez de nuestra democracia.