A MHC
Nómada a la deriva en el doble
tránsito opaco entre Eros y Ágape
La explosión de las expresiones espirituales y religiosas de hoy hacen sobresalir un debate ya clásico dentro del cristianismo entre fe – espiritualidad y creencia religiosa institucionalizada. Es cierto que por todas partes se constatan, con asombro para especialistas y jerarcas, las manifestaciones de una religión a la carta (“le bricolage religieux”), dónde cada quien se apropia de elementos específicos de una espiritualidad dada para hacer su mixtura. De ahí el cristianismo budista y otras expresiones espirituales exóticas, las cuales se vuelven una experiencia creciente y observable. La balanza se inclina contra la religión institucionalizada a favor de alguna espiritualidad, excepto en torno a las cuestiones éticas que comparten las expresiones espirituales y las religiosas, aún cuando de manera variable. Pero ¿en qué sentido puede resultar aún posible el universo religioso-espiritual, para el mundo de lo propio, lo personal y lo subjetivo?
Considerada esa tensión desde la mirada de la psicología de la religión y tratando de no simplificarla en demasía, la cuestión de la fe o de la espiritualidad versa sobre el fruto de la experiencia realizada, liberadora y sabia. La creencia confronta más bien a los contenidos de la fe, tal y como los define una comunidad instituida e instituyente de esos contenidos. Los contenidos de la creencia pueden mudarse de un estado de conciencia a otro y con frecuencia esto trae como consecuencia una nueva modificación en la manera específica de apropiarse una fe.
Fe
En un sentido fenomenológico, la fe recupera los contenidos de la religión y los incorpora en un proceso de interrogación que acompaña la vida en lo cotidiano. Pero el vivir a su vez está permanentemente jalonado entre los polos de una tensión. La existencia que se vive habita alternativamente entre lo relativo y lo absoluto, entre la libertad y la responsabilidad, entre lo justo y lo injusto, entre la finitud y lo intemporal, entre la culpabilidad y la paz, entre el amor y el desamor, entre la tolerancia y la insensatez. La fe es un proceso humano indeterminado aunque no necesariamente probabilista. Es dinámico con márgenes limitados de indeterminación y probabilidad. Sus posibilidades de representar o reflejar la relación con su objeto (¡¿trascendente?!), dependen del grado en el cual los acontecimientos de la fe y por consiguiente su expresión, estén sometidos o no al criterio de la eficacia simbólica. Esto significa que la vitalidad de la fe, depende de los procesos de construcción de significados, individuales y colectivos, acerca del objeto de creencia y acerca de las tensiones del proceso de interrogación en el vivir. Construir significados en este contexto implica que los símbolos de la experiencia cotidiana de vivir, poseen resonancia en el interior humano, capaz de ofrecer una visión integradora de la existencia, una visión ética y espiritual del vivir. Visión ética es una cuestión que Paul Ricoeur ha bien resumido al decir que consiste en la búsqueda “de la vida buena, con y por el otro, en instituciones justas”.
Si la fe se articula como camino, cabe aceptar que es itinerante, refleja un itinerario, es una experiencia de itinerancia. En ese camino hay verdades que se construyen y hay verdades que se descubren. Se construye que la solidaridad se desprende de un acto de fe espiritual y humana, se descubre que lo trascendente puede convertirse en horizonte de ese gesto. Es construido que la experiencia de esa itinerancia es individual y colectiva. Es descubierto que está convocada al horizonte de lo todavía no existente. Es una verdad construida que la experiencia de la itinerancia se constituye por el encuentro con el otro, aún cuando pueda ser errático. Es una verdad descubierta que ese encuentro puede convertirse en una palabra plena. Estas verdades no son el reflejo de una teoría de la verdad que asiente a la correspondencia con una realidad, ni es sólo resultado del consenso dialogal, sino que su fuente es la experiencia. El vivir, como itinerario ético y espiritual, se desenvuelve al amparo de la confluencia de verdades construidas y descubiertas. En este sentido la itinerancia conduce a una fe cosmopolita.
Cosmopolitismo y poesía
La fe cosmopolita surge de la experiencia de la gente y supone la inclusión del otro. Las polaridades culturales como la de exterior-interior o la de yo-otro, constituyen elementos que se influyen recíprocamente y se vierten sobre la vida, por lo cual “tú fe” y “la del otro” constituyen polaridades también entrelazadas sometidas a la mixtura. En el sentido del pensamiento de Ulrich Beck la propia vida se convierte en un espacio de nuevas experiencias, en las que expresiones de fe múltiples adquieren sentido.
La fe cosmopolita por ser múltiple significa realizar un camino, una trayectoria que evita ser nómada y se afirma itinerante. Es acoplada a una realidad que la sobrepasa, que la convoca, se apropia de la diversidad y se encarna en la vida con palabras y actos. La afirmación itinerante de la fe cosmopolita acaece por la apertura a los acontecimientos en el tiempo histórico personal (la biografía) y en el tiempo histórico social y se debe a la aceptación de la confianza esclarecida en la realidad, la única realidad humana posible, la existente, la realidad de las relaciones primarias, la de las relaciones interhumanas. Es una confianza dada por la intuición de que la realidad implica la afirmación de la humanidad existente, pese a sus contradicciones y esclarecida porque la realidad es comprendida gracias al ascetismo de la razón. La fe cosmopolita es realista, confiada y esclarecida, está abierta a todos los discursos, a todas las experiencias, a todas las expresiones humanas. Como lo sugiere el sociólogo costarricense Amando Robles, es la aceptación silenciosa, el conocimiento silencioso.
La fe cosmopolita emerge como la música que está detrás de los acontecimientos como estructura del vivir. La fe cosmopolita ama la vida y la recorre, como una geógrafa, como una buscadora de tesoros. Experiencias en torno a la música, el amor, la poesía, revisten un interés desmedido, en cuanto develan el universo de la cadencia y hacen del verso una evocación sensual, un fragmento de vida en la partitura. Sucede también al contemplar la caída de la falda de la mujer amada y despeñarse en esa caída sin poder asirse ni siquiera al mies. La fe cosmopolita es musical y sensual por estar encarnada, está encarnada en el mundo por lo que una parte de su andamiaje reside en la sensualidad del cuerpo que dialoga. Así pues la religión a la carta, así como las expresiones espirituales anejas, admite interpretarse no como nuevo sincretismo sino como nueva forma de cosmopolitismo, el cual anula las diferenciaciones espirituales y culturales asumiendo las contradicciones dentro de una misma expresión espiritual y religiosa.
Por ello la fe puede devenir poiesis, ya que la fe cosmopolita suscita una espiritualidad creadora, aún cuando silenciosa como apertura a la poiesis de lo personal. En cuanto la fe cosmopolita represente una posibilidad abierta de “surplus” simbólico, la fe en lo trascendente habrá de transformarse afirmándose en el tiempo. Esto puede suceder como musicalidad y sabiduría, como rito cotidiano y experiencia amorosa, como diálogo y sensualidad, como ética y espiritualidad. No sólo como ágape sino también como eros, como erótica de la esperanza, del mismo modo en que se siente el abrazo pequeño, sutil, suavecito y tierno de los hijos amados. La erótica de la esperanza es una epifanía que adviene como bálsamo sobre bálsamo, es el deseo por lo todavía no existente.
La mística de una espiritualidad que se desprende de la fe cosmopolita, puede concebirse como acto poético, como creación, como apertura cosmopolita al silencio, como apertura a la transparencia de la realidad. Esto es la fe cosmopolita y creadora, es itinerante, es un proyecto de aprehensión de la sabiduría. ¿Y para qué? Para enfrentar la cima de la finitud en silencio, es decir, sin certezas sobre el tiempo y la materia, para enfrentarla en silencio y para enfrentar el dolor, el desapego, con esperanza. También para ser en la eficacia simbólica del ritual.
El ritual se inserta como elemento cultural que va más allá de lo religioso. Las universidades constituyen lugares cimeros de ritualidad pues esta condición suele servir a la regulación de las relaciones, establece una dinámica de proximidad y distancia, evoca mediante gestos simbólicos, instituye significados. También en la relación interpersonal hay rituales que anulan la diferencia entre mundo secular y mundo religioso-espiritual. Por ejemplo, señalan el acceso progresivo al mundo de la intimidad, acaece en un curso de acontecimientos que hacen ceder a la distancia, porque cuando existe la distancia entre dos seres y nos percatamos de ello adviene como un don la aventura de desandar aquella distancia y tan sólo entonces comienza a dibujarse la seducción, la persuasión, el deseo, la convocatoria, los cuales conducen a la amistad o al amor. Entonces nos percatamos que algo cambió en la relación, sobreviene la confianza o el desapego. El ritual como simbólica instituyente dentro del campo religioso o fuera de él, recuerda que el potencial semántico de la religión, no ha podido ser completamente asumido por una ética, como la propuesta por Habermas.
Poética de la fe y política del vínculo
Es en el universo biográfico dónde en un primer paso puede advenir la experiencia espiritual -desprendida de la fe y de la creencia- aún cuando en sí misma implica ir al encuentro del otro. Este encuentro posibilita el sentido de la expresión poética de la fe y su expresión espiritual. Pensando en cómo se articula en el mundo subjetivo este sentido de la espiritualidad, es que cabe volver la atención sobre la espiritualidad como acontecimiento de la biografía.
Michel Legrand invita a pensar que el acontecimiento proviene de la conjunción entre vivencia de la experiencia y conciencia de la temporalidad. De la primera no podemos decir ninguna certeza, solamente es posible albergar la expectativa de que haya acaecido. Si es cierto que la vivencia de la experiencia por un lado y la conciencia del tiempo por el otro configuran el acontecimiento, es también cierto entonces que el acontecimiento se ofrece. Y si es así, entonces podemos aceptar que la biografía tiene una materialidad. En efecto, experiencia, tiempo y acontecimiento aparecen como precursores de la biografía y esta da consistencia al acontecimiento, por lo que no hay acontecimiento sin biografía, ni biografía sin acontecimiento y éste se nutre de la vivencia de la experiencia en cuanto amalgamada de la conciencia del tiempo. Así pues, tanto el acontecimiento persista como metáfora del tiempo menos dejaremos de pensar al ser humano simplemente siendo.
Esta experiencia, la biografía sometida al tiempo y al acontecimiento, se nutre del pathos. La biografía adquiere buena parte de su materialidad a partir de las significaciones que adquiere “padecer”. Las modalidades singulares del padecimiento frente a las adversidades y gozos de la vida cotidiana configuran la biografía, el divorcio o el abrazo del amigo. Es infrecuente referirnos al gozo de vivir como una experiencia de padecimiento, pero su planteo es necesario en cuanto extiende la comprensión de lo que significa la experiencia y la vivencia como un padecer. No sólo se padece el sufrimiento, también podemos padecer del gozo, especialmente cuando quien lo padece se encuentra en el paroxismo de la exaltación ya sea narcisista u objetal.
Cabe como posibilidad, como regularidad, vérselas con las consecuencias del pathos, se puede vivir en el círculo de la “pasión”, pues resulta una forma extrema de padecer ante la realidad, un padecer-pasión en el cual se nos va la vida, se nos va la biografía, o se nos queda la biografía, ya como historia benévola aunque difícil que nos dignifica o como parte de una estructura neurótica sufriente. Algunos filósofos del erotismo como Bataille han hecho ver la conexión que existe en la pasión entre el sufrir y el gozar, ya se den ambos como parte del amor o como parte del desamor.
La influencia del cristianismo en occidente, para bien y para mal ha difundido una concepción del amor castrante. Por esto y por más, Habermas entiende que su ética del discurso en modernidad, sólo puede asumir esa concepción como un ideal de fraternidad, pues en la religión cristiana se ligan amor y justicia (como en la teología de la liberación). Ya no sólo el amor en las alas de eros, sino también en los pasos de ágape. El amor como respeto, encuentro y compromiso, la inclusión del otro en sí mismo, dónde su más allá es la sociedad justa. Resulta interesante que las fuentes en las que Habermas busca fundamentar la religión como ideal de fraternidad, no logran avanzar sin los progresos en la conceptuación del amor como experiencia del ágape, al mismo tiempo que como experiencia de un pathos, el cual, en este último caso parece ser el padecimiento apasionado del gozo. La religión se sitúa también ahí en algún segmento de la frontera del círculo pasional, como contenido, su religare, como elaboración de lazo social, como creación de vínculos intersubjetivos amorosos.
La fe cosmopolita, la espiritualidad poiética, su énfasis en el lazo social, lo que la experiencia de la gente está representando en las expresiones espirituales mixtas, contienen el potencial de fundamentar una política del vínculo amoroso. La mixtura de la experiencia de eros – ágape podría representar una contribución para la convivencia socio-cultural contemporánea. Hoy se sabe que cada vez se acercan más los límites humanos y planetarios, que la sociedad y la cultura se desvanece en dirección de la autodestrucción, por la imposibilidad de revertir la posición híper narcisista, la cual conduzca hacia la afirmación discursiva y práctica del amor, la solidaridad y la justicia.
Una política del vínculo amoroso se beneficia de una poética de la fe que ofrezca su energía esencial como espiritualidad poética, creadora. Poética de la fe significa concebir la fe como acto de creación que tiende un camino en dirección del encuentro con una presencia ausente y con toda presencia presente, histórica, social e individual. La política del vínculo amoroso exige una política de las relaciones primarias la cual se dirija, como sugería Mardones, a lo cotidiano, al mundo de la vida, ahí donde residen las energías que ofrecen su talante al amor, al sufrimiento, al dolor, la amistad, la muerte, la vivencia de la pobreza, la experiencia del sufrimiento de los amantes que se separan, la experiencia del desapego, las familias que deben recomponerse aún sin disolver sus vínculos afectivos (ver I. Vega), tanto como la humillación del otro en el ejercicio del poder. La política del vínculo amoroso está orientada a la subjetivación.
Javier Tapia es doctor en psicología del desarrollo, profesor catedrático de la Escuela de Psicología y del Instituto de Investigaciones Psicológicas de la Universidad de Costa Rica; también ha sido psicoterapeuta.
Bibliografía representativa
Alfieri, C. (2005). Entrevista a Ulrich Beck: mi cosmopolitismo es realista, autocrítico, incluso escéptico. Revista de Occidente, 295.
Beck, U. (2005). La mirada cosmopolita o la guerra es la paz. Barcelona: Paidós.
Habermas, J. (1999). Fragmentos filosófico-teológicos. De la impresión sensible a la expresión simbólica. Madrid: Trotta.
Mardones, J.M. (1998). El discurso religioso de la modernidad. Habermas y la religión. Barcelona: Anthropos.
Ricoeur, P. (1990). Soi-même comme un autre. Paris, Points-Essais, Seuil.
Robles, A. (2001). Repensar la religión: de la creencia al conocimiento. Heredia, Costa Rica: EUNA.
Roehlkepartain, E.C. & King, P.E. (2006). The handbook of spiritual development in childhood and adolescence. London: Sage.
Vega, I. (2005). Paternidad y divorcio: una aproximación desde las vivencias de cinco padres costarricenses. En: J.R. Martínez y R. Mira (Eds.), Psicología social y problemas sociales (pp. 549-557). Madrid: Biblioteca Nueva.