El biógrafo de Benedicto Spinoza, Cornelius (siglo XVII), dice sobre el filósofo:
“Le gustaba observar, en las horas de descanso del trabajo científico,
cómo se comportaba una mosca que se arrojaba a la red de una araña
que vivía en un rincón de su habitación, los movimientos de la víctima
y el predador. A veces, dicen, la situación le causaba risa.”
La vieja araña venenosa de patas peludas, presintiendo sobre ella la mirada del filósofo, comenzaba a agitarse, algo realmente raro en ella. Era natural: el momento era demasiado significativo. Probablemente, a consecuencia de la inquietud netamente artística del maestro, dos o tres hilos se rompían y se enredaban, pero, en general, el asunto se resolvía, como siempre: rápida y limpiamente.
Las ocho delgadas patas cóncavas de la araña pisaban el tendido tejido de la telaraña, metódicamente, con total coherencia, se movían como los dedos de un pianista siguiendo su cuaderno de notas, envolvían histéricamente el cuerpo contraído de una mosca sobre la mortaja lanosa gris plateada. El tronco triangular de la araña, con sus ojitos punzantes en los bordes, al encontrar en el vibrante vientre negro de la mosca el lugar preciso, hundió en él sus mandíbulas agudas y encorvadas.
La mosca contrajo sus alitas. Varias veces. Y eso fue todo.
Entonces fue cuando la araña levantó el punzante ojo tallado hacia arriba y fue en ese momento cuando los ojos de la araña y las pupilas del metafísico se encontraron. Fue sólo un instante. Luego la araña venenosa y el metafísico desengancharon sus miradas y cada quien se fue por su lado.
El metafísico se acercó a la mesa cerca de la ventana; extendió la mano derecha, hizo restallar la tapa de bronce del tintero, tintinearon unas con otras las páginas del manuscrito.
Y la araña, frotando ligeramente las patas delanteras, se introdujo reptando por el esmeralda húmedo y aterciopelado de un resquicio enmohecido que se oscurecía entre la pared y los tratados voluminosos de Descartes y Clauberg. Pasando sus afilados tentáculos sobre las hojas empalmadas en la abolladura de uno de los libros, la araña estiró lo más profundo que pudo todas sus ocho patas y se quedó inmóvil.
El metafísico escribió cerca de la ventana: “El derecho natural se extiende en toda la naturaleza y en cada característica por separado, con igual fuerza. Por consiguiente, todo lo que la persona realiza en consonancia con las propias leyes naturales, lo hace con absoluto derecho natural, y su derecho a la Naturaleza se mide en proporción a su fuerza”.*
Las páginas, al caer una sobre otra, permitían que las letras se tocasen y en consecuencia parecían entenderse. Crujía la pluma. Y sólo una vez el metafísico, apartando los ojos de las líneas, miró la telaraña en la esquina oscura de la habitación y sonrió.
¿Y la araña? Apretando la barriga contra el polvoriento Clauberg, se sumió en una profunda meditación. El filósofo tenía algo que aprender de la araña, pero qué podía aprender la araña del filósofo. Este, en inalterables líneas negras, sabía menos de lo que debía saber. Y escribía, y escribía. Aquella, en la inalterable telaraña gris, sabía exactamente cuanto debía saber: fue creada hasta el fin, y no necesitaba deliberar sobre nada con el susurro de las hojas de los manuscritos y de los tomos impresos. Sentada en la abolladura del infolio, disfrutaba del gran privilegio de la libertad de pensamiento, heredado desde tiempo inmemorial de su antiguo y notable género arácnido –del bisabuelo al abuelo; del abuelo al padre y del padre a ella, araña de patas peludas.
1921
*Estas líneas pueden ser encontradas en Tractatus politicus, de Spinoza. Cap. 1, J 1-2. (Nota del autor.)
Traducción del ruso de Jorge Bustamante García, para La Jornada.
Un escritor postergado
Sigismund Krzyzanowski fue un escritor ignorado, destinado a la ausencia. “Yo fui una inexistencia literaria, que trabajó honestamente para ser”: así formuló su credo este extraño autor que en sus sesenta y tres años de vida (1887-1950) nunca vio publicados sus libros. De origen polaco, aunque nacido en Ucrania, adoptó y se adaptó a Moscú cuando ya rozaba los treinta y cinco, en 1922. Su vida en Moscú transcurrió sin pena ni gloria. Hacia 1935 ya había escrito la mayor parte de su obra en prosa: unos 130 relatos, cinco novelas cortas, numerosos ensayos y artículos literarios, tres piezas de teatro, los libretos de tres óperas, el guión para dos películas en las que nunca le dieron crédito y llevó durante años cuadernos de apuntes que atiborró de notas cortas, esbozos, bosquejos, ideas, aforismos, pensamientos y observaciones. En sus últimos diez años de vida, aislado, sin lograr publicar ninguno de sus libros, dejó de escribir y se dedicó, para sobrevivir, a la traducción de poesía y prosa polacas.
Atento lector de filosofía antigua y medieval, del pensamiento de Kant, Leibniz, Spinoza y otros filósofos, Krzyzanowski aprovecha las ideas de estos pensadores a través de alusiones y reinterpretaciones que lo conducen a una metatextualidad en permanente crítica con el discurso de sus maestros. Sus temas esenciales son la memoria, el juego, la ciudad, el libro, la palabra. Maestro del género corto, su escritura parece concentrarse en una totalidad irrompible, que crece, se interrelaciona y complementa, como conformando un solo texto.
Krzyzanowski nos ha llegado lentamente desde su eterno ninguneo y su hondo silencio. Desde 1989, gracias a la paciente y ardua labor de investigación del poeta Vadim Perelmuter, comenzó su desentierro en Rusia, donde ya han publicado casi toda su obra en seis gruesos tomos. Y esa revelación se ha extendido ya a otros dominios y otras lenguas. Al menos en francés y en inglés aparecieron hace varios años sus novelas El club de los asesinos de letras, Recuerdos del futuro, El regreso de Münchhausen y Cuentos para niños prodigio. En castellano su debut fue con siete relatos agrupados bajo el título La nieve roja (Siruela, 2009) y El club de los asesinos de letras (Ediciones del Subsuelo, 2012).
Krzyzanowski murió en Moscú, exactamente a mitad del siglo pasado. Nadie sabe dónde está su tumba.