Costa Rica era una casa
de gruesas paredes de adobes
formados con las mejores tierras
por las mejores manos
de los mejores años patriarcales.
Costa Rica era una casa
blanca, azul y anaranjada:
el color de los techos entejados,
el azul en la base de los muros;
¿y el blancor de las paredes?
Son todos los colores desplegados
en el orden de un arcoíris:
el morado de la orquídea de Lisímaco,
el turquesa en una playa del Atlántico,
el azul de la Heredia solariega,
el verde sobre el suelo de la península de Osa,
el amarillo en la piel de un marañón guanacasteco,
el naranja que retoza en una compuerta de carreta
y el rojo derretido de una buen volcán costarricense.
La Patria era una casa
blanca, azul y anaranjada.
Los dos Juan Mora
-Fernández el uno y Porras el otro-,
don José María y don Mauro,
don Omar y Carmen Lyra,
perpetuaron la tierra nativa bajo el favor de las tejas
labradas con tierras-tierras y fuegos-fuegos.
(Fausto Pacheco y don Quico
fueron los rapsodas con pinceles
de estos monumentos arrasados.)
“Tan lindos que éramos…”
añorante repetía
doña Emilia,
doña Emilia Prieto,
doña Emilia Prieto Tugores,
madrina de la heredad,
hija de campesinos
de Aquella Patria
que aún no había sido derrocada.
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¿Qué ha pasado con vos, Comarca mía?
(¿Verdad que puedo tratarte de “vos”
-nuestra antigua manera de decir-
igual que a la amistad
cuando nace y se derrama
como el agua que forma un aguacero?)
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Parece que lo que ocurre
-sin desearlo, por supuesto-
es que has caído en poder de mercachifles,
de cretinos y malvados.
Y a su influjo
tu pueblo se ha entontecido:
sos para él un vertedero,
te reduce a colones, bares, alboroto…
y sin conocer tus heroicas memorias
mira tu cuerpo sin verlo,
te palpa sin arrullarte,
te oye sin escucharte,
vocifera sin hablarte,
e ignorando tu hermosura
nace, transita y fenece
sin haber pasado nada…
¡Y quien pasó fue la Vida!
(Parte de esto lo han escrito
-usando con donaire nuestro idioma-
Mario Sancho, León Pacheco
e Isaac Felipe Azofeifa.)
¿Qué ha ocurrido con las gentes, Suelo mío?
Tu alma de roca
bajo las montañas
debe estar enfurecida.
¡Y no podemos vivir en una Patria indignada!
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Hace dos decenios de años
-yo presencié lo que cuento-
frente al Parque Morazán,
con doscientos niños jugando en el recreo,
un hombre limpia las ventanas de la Escuela
con una Bandera de Costa Rica
convertida en estropajo;
es decir,
con una vandera de kosta rika
(por así escribirlo).
¿Podremos imaginar
un más espantoso ultraje,
un mayor bestial ejemplo
bajo el Sol de una mañana infantil?
(Día con día,
día con día,
nuestros sueños se disuelven
en un légamo terrible.)
Y no citaré más casos.
Con los adultos ya nada resta por hacer.
La tempestad no está en el mar:
está en nosotros.
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Sin embargo,
queda en la Patria substancia:
Volveremos nuestros ojos
a los párvulos y jóvenes;
es preciso que conduzcan
la labor de salvamento del naufragio amenazante.
Son la única esperanza que tenemos
para elevar
insólitas montañas,
desplegar
extensos valles,
ordenar
las aguas de todas las vertientes,
desbordar
nuevas cascadas,
diseñar
lagos transparentes,
dirigir
nacientes vientos,
buscar
otros misterios en la noche
y dar
diversas luces a los días.
Es necesario
que conozcan
la costarricense noble Historia
constelada de hombres y mujeres admirables
(hombres y mujeres que pueden estar
o no estar
en los libros que hablan del pasado.)
Demos cielo abierto
a los niños y a los jóvenes.
De ellos son
el ayer, la tradición y la esperanza;
el estudio, el trabajo y el futuro;
la amistad, el decoro y la alegría;
el respeto, la existencia y la belleza…
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He aquí una oportuna evocación:
“De veras, hijo,
ya todas las estrellas han partido.
Pero nunca se pone más oscuro
que cuando va a amanecer”,
escribió nuestro don Isaac Felipe.