Claraboya

Así comienza Claraboya la novela inédita que el premio Nobel presentó a una editorial en 1953 y cuyo rechazo casi aborta su carrera de

Así comienza Claraboya la novela inédita que el premio Nobel presentó a una editorial en 1953 y cuyo rechazo casi aborta su carrera de escritor.

Por entre los velos oscilantes que le poblaban el sueño, Silvestre comenzó a oír trasteos de loza y casi juraría que se transparentaban claridades a través del punto suelto de los velos. Iba a enfadarse, pero de repente se dio cuenta de que estaba despierto. Parpadeó repetidas veces, bostezó y se quedó inmóvil, mientras sentía cómo el sueño se alejaba despacio. Con un movimiento rápido, se sentó en la cama. Se desperezó, haciendo crujir ruidosamente las articulaciones de los brazos.Debajo de la camiseta, los músculos del dorso se contornearon y tensaron. Tenía el tronco fuerte, los brazos gruesos y duros, los omoplatos revestidos de músculos entrelazados. Necesitaba esos músculos para su oficio de zapatero. Las manos las tenía como petrificadas, la piel de las palmas tan gruesa que podía pasarse por ella, sin que sangrase, una aguja enhebrada.

Con un movimiento más lento de rotación sacó las piernas fuera de la cama. Los muslos delgados y las rodillas blancas por la fricción de los pantalones que le dejaron rapado el vello entristecían y enfadaban profundamente a Silvestre. Se enorgullecía de su tronco, sin duda, pero le daban rabia sus piernas, tan escuálidas que ni parecían pertenecerle.

Contemplando con desaliento los pies descalzos asentados en la alfombra, Silvestre se rascó la cabeza grisácea. Después se pasó la mano por el rostro, palpándose los huesos y la barba. De mala gana se levantó y dio algunos pasos por el dormitorio. Tenía una figura algo quijotesca, encaramado en las altas piernas como si fueran ancas, en calzoncillos y camiseta, el mechón de pelo manchado de sal y pimienta, la nariz grande y adunca, y ese tronco poderoso que las piernas apenas soportaban. Buscó los pantalones y no dio con ellos. Asomando el cuello al otro lado de la puerta, gritó:

-Mariana, eh, Mariana, ¿dónde están mis pantalones?
(Voz de dentro.)
-Ya los llevo.
Por el modo de andar se adivinaba que Mariana era gorda y que no podría ir más deprisa. Silvestre tuvo que esperar un buen rato y esperó con paciencia.
La mujer apareció en la puerta:
-Aquí están.
Traía los pantalones doblados en el brazo derecho, un brazo más gordo que las piernas de Silvestre. Y añadió:
-No sé qué les haces a los botones de los pantalones, que todas las semanas desaparecen. Estoy viendo que los voy a tener que coser con alambre…

La voz de Mariana era tan contundente como su dueña. Y era tan franca y bondadosa como sus ojos. Estaba lejos de pensar que hubiera dicho una gracia, pero el marido sonrió con todas las arrugas de la cara y con los pocos dientes que le restaban. Recibió los pantalones, se los puso bajo la mirada complaciente de la mujer y se quedó satisfecho ahora que el vestuario hacía su cuerpo más proporcionado y regular. Silvestre estaba tan orgulloso de su cuerpo como Mariana desprendida de lo que la naturaleza le diera. Ninguno de ellos se engañaba acerca del otro y bien sabían que el fuego de la juventud se había apagado para siempre jamás, pero se amaban tiernamente, hoy como hacía treinta años, cuando se casaron. Tal vez ahora su amor fuera mayor, porque ya no se alimentaba de perfecciones reales o imaginadas.

Silvestre siguió a la mujer hasta la cocina. Se metió en el cuarto de baño y regresó diez minutos después, ya aseado. Venía sin peinar porque era imposible domar la greña que le dominaba (dominar es el término) la cabeza, «el lambaz del barco», como lo llamaba Mariana.

Las dos tazas de café humeaban sobre la mesa y había en la cocina un olor bueno y fresco a limpieza. Las mejillas redondas de Mariana resplandecían y todo su cuerpo obeso retemblaba y vibraba al moverse entre los fogones.

-¡Cada vez estás más gorda, mujer!…

Y Silvestre rió. Mariana rió con él. Dos niños, sin quitar ni poner nada. Se sentaron a la mesa. Tomaron café caliente con grandes sorbos ruidosos, jugueteando. Cada uno quería vencer al otro sorbiendo.

-A ver, ¿qué decidimos?

Ahora Silvestre ya no reía. Mariana también puso cara ceñuda. Hasta las mejillas parecían menos sonrosadas.

-Yo no sé. Tú eres quien decide.
-Te lo dije ayer. La suela está cada vez más cara.

Los parroquianos se quejan de que cobro mucho. Es la suela… No puedo hacer milagros. Ya me gustaría que me dijeran quién trabaja más barato que yo. Y todavía se quejan…

Mariana cortó la protesta. Por ese camino no llegarían a ningún sitio. Lo que necesitaban decidir era la cuestión del huésped.

-Pues sí, estaría bien. Nos ayudaría a pagar la renta y, si fuera un hombre solo y tú te quisieras encargar de su ropa, se redondearían las cuentas.

Mariana apuró el café dulzón del fondo de la taza y respondió:

-A mí no me importa. Siempre es una ayuda…
-Pues lo es. Pero estamos otra vez metiendo huéspedes, después de vernos libres de esa caballería que por fin se fue…
-¡Qué remedio! Con que sea buena persona…
Yo me llevo bien con toda la gente, si la gente se lleva bien conmigo.

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