El escritor modélico

Había nacido Cesare Pavese en Santo Stefano Belvo, en el Piamonte, el 9 de septiembre de 1908, así que tenía 42 años cuando se

Había nacido Cesare Pavese en Santo Stefano Belvo, en el Piamonte, el 9 de septiembre de 1908, así que tenía 42 años cuando se mató en el Albergo Roma, cerca de la estación de Turín, el 27 de agosto de 1950. Venía de un momento de euforia: «Tienes 40 años y lo has conseguido todo, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia. ¿Soñabas otra cosa a los 20 años?». El penúltimo día que registró en su diario, el 17 de agosto de 1950, haciendo por primera vez en su vida balance de un año aún no terminado, celebró: «En mi oficio soy el rey». E inmediatamente se reconoció «más desesperado y perdido» que diez años antes. Dejó el diario encima de la mesa, listo para la publicación: El oficio de vivir. Vivía días de plenitud. Acababa de recibir el gran premio de la literatura italiana, el Strega, apoteósicamente, en Roma, del brazo de la actriz americana Doris Dowling, hermana de la última amada, Constance Dowling. «Este viaje tiene pinta de ser mi máximo triunfo», vaticinó Pavese.

 

Pero su joven amigo Italo Calvino vería en aquel viaje triunfal un síntoma del pésimo estado de ánimo del maestro, que no soportaba salir de Turín, si no era para volver al campo piamontés o visitar Roma. No le gustaba exhibirse, vivía retirado, entre su cuarto en casa de una hermana casada y la oficina. «Sólo pocos meses antes de morir, y ya en una situación psicológica que lo llevó a trastornar todos sus hábitos», se dejó festejar y hasta fotografiar para las revistas, recordaría Calvino. La única temporada que pasó Pavese en un país extraño fueron los meses en que la justicia mussoliniana lo confinó en Calabria.

Se había ido convirtiendo en el escritor de la época, la posguerra. A propósito de Trabajar cansa (1936), su primera obra de poesía, dijo: «Al menos por un tiempo, la creí lo mejor que se estaba escribiendo en Italia», aunque también apuntó en su diario: «Hacer poemas es como hacer el amor, no se sabrá nunca si la propia alegría es compartida». Quería andar los pasos de Walt Whitman, Edgar Lee Masters y Herman Melville, pero recorriendo las colinas piamontesas, los días del antifascismo y la Resistencia. Leía a Shakespeare. Escribía contra la poesía italiana contemporánea, decadente, crepuscular y hermética. Descubría inacabablemente Turín, «mi amante, y no mi madre ni mi hermana», decía Pavese, huérfano de padre a los seis años, enmadrado entre hermanas. Buscaba por Turín, «desgarrador sueño de muchachas que viven solas y trabajan», una anti-Italia, una América de Sherwood Anderson y William Faulkner. En el póstumo La literatura norteamericana y otros ensayos dio una receta para escribir novelas: «Uno se va y anda por ahí. Luego vuelve y cuenta alguna cosa. No lo que ha ocurrido. Un poco menos y un poco más. Así se escriben las novelas». A esto se le llamó neorrealismo.

Su primera novela, de 1941, Paesi tuoi («Moglie e buoi, dei paesi tuoi», dice un refrán italiano: «Mujeres y bueyes, del pueblo de uno»), transfiguraba el Piamonte en escenario de un thriller de James M. Cain. Luchino Visconti probablemente seguía a Pavese cuando en 1942 filmó El cartero siempre llama dos veces, de Cain, con el título de Ossessione. El provincianismo fascista se escandalizó: Pavese sustituía la solemnidad de los jerarcas literarios por las jergas de la calle. Hizo con Elio Vittorini una antología prohibida, Americana. Llegó a ser cuatro veces influyente: por sus libros, por sus traducciones, por las lecturas que recomendaba a los amigos, y por el catálogo de Einaudi, editorial de la que fue director literario después de la guerra. Su patrón, Giulio Einaudi, lo recuerda entre 1945 y 1950, «años de gran actividad y serenidad, de placer por la vida», seguro de sí mismo, crítico y consejero. Eje literario de su tiempo, Cesare Pavese sería el modelo para los españoles de la generación del 50. El editor turinés Einaudi había caído en la misma redada antifascista, el 15 de mayo de 1935, que llevó a Pavese a la cárcel y al confinamiento. Pero a Pavese, apolítico afiliado desde 1932 al Partido Fascista, lo involucraron en la caída las amistades y el amor: servía de mensajero a una estudiante de matemáticas, comunista, «la mujer de la voz ronca», de la que se había enamorado y a la que encontró casada cuando volvió del destierro en Calabria. Sin novia y expulsado de las filas fascistas, anotó en su diario: «Ir al confinamiento no es nada. Volver es atroz».

«Si hay algún símbolo en mis poemas, es el símbolo del que ha escapado de casa y vuelve con alegría al pueblo, contento de sentirse solo y sin compromiso», aventuró Pavese. Aunque las mujeres siempre le parecieran seres salvajes, fatales y míticos, pocos personajes pavesianos se identifican más con su creador que la narradora de Entre mujeres solas, Clelia, que vuelve a Turín después de trabajar en Roma y recuerda «muchas cosas sepultadas, muchas tonterías cometidas», y vislumbra en la primera página, en el pasillo de un hotel, a una muchacha suicida en traje de noche, descalza y en camilla. Natalia Ginzburg dedicó a Pavese, en Las pequeñas virtudes, su ‘Retrato de un amigo’, en el que lo comparaba a Turín, ciudad laboriosa, testaruda, desganada, dispuesta al ocio y a soñar. El amigo podría surgir de cualquier esquina, revivido, en busca de los cafés más humosos. Vivía como un adolescente, recuerda Ginzburg. Sus días eran larguísimos, llenos de horas para estudiar, escribir, ganarse la vida y perder el tiempo. Comía rápido y poco. No dormía. A veces era muy triste, de una tristeza de «muchacho que todavía no ha tocado la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños».

A veces, como un héroe silencioso de novela negra, no abría la boca (en La playa había escrito: «No es una novedad que más de tres personas sean multitud, y nada se puede decir entonces que valga la pena»), pero «nos hacía más inteligentes con su compañía», recuerda Ginzburg. Aborrecía los lugares comunes, las imprecisiones. Sobrio, generoso y desinteresado, «no nos perdonaba ninguno de nuestros defectos, a los amigos». No tuvo mujer, ni hijos, ni casa. Se hizo famoso, pero no cambió sus costumbres esquivas, la modestia, la humildad del trabajo diario. ¿Le gustaba la fama? La había esperado desde siempre, explica Ginzburg, que recuerda un guiño de astucia y soberbia, juvenil, malévolo, en la mirada del amigo. Murió en un hotel de Turín, su ciudad, como un forastero.

A principios de 1950, cuando sentía que la realidad le daba la espalda y no le decía nada, y echaba de menos aquellos tiempos en que «incluso el dolor, el suicidio, eran vida, estupor, tensión», Pavese conoció a las hermanas Dowling, actrices de cine, y se enamoró de Constance. Entre palpitaciones, insomnio, suspiros y angustias, admitió que «la propia América, su retorno irónico y dulce», intervenía en el nuevo amor, como si aquella pasión repitiera la juvenil conquista de la literatura angloamericana. En La luna y las hogueras, dedicada a C., América tomaba una consistencia de personaje. «¿Por qué morir? Nunca he estado tan vivo como ahora, tan adolescente», se preguntó Pavese el 16 de agosto. Había pasado la primavera escribiendo guiones de cine, Amore amaro (Amor amargo), por ejemplo. «¿Qué método mejor para una mujer que quiere joder a un hombre que llevarlo a un ambiente que no es el suyo, vestirlo de modo ridículo, exponerlo a cosas en las que es inexperto?», hubiera comentado el propio Pavese quince años antes. En 1950 se decía: «Ahora por la calle, solo, hablo muy bien inglés».

En su mesa de la editorial Einaudi encontraron también el manuscrito de su último poemario, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. –

Tomado de El país.

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