Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899-Ketchum, Idaho, 1961) a veces es recordado por esa vida pública y andariega que en una época marcada por crisis económicas, guerras mundiales, vanguardias artísticas, guerra fría y otros acontecimientos, le permitió construir una épica personal y hedonista. También todavía conmueven la hondura autobiográfica que transmiten algunos de sus libros, por ejemplo la novela Adiós a las armas (1929), y esas grandes lecciones de esfuerzo y amistad que sugiere, con escritura y omisiones, El viejo y el mar (1952), novela breve por la cual ganó al año siguiente el Premio Pulitzer. Además, muchos diccionarios, manuales de literatura y páginas web dicen que él ganó el Premio Nobel de Literatura en 1954. Sin embargo, no siempre dicen que donó la medalla al santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona religiosa de Cuba, y declaró ser «el primer sato (perro sin raza) cubano en ganar este premio»; y por eso otros todavía lo recuerdan y lo quieren. También, y quizás para siempre, Hemingway es y será recordado por algunos cuentos; sobre todo aquellos que escribió con una técnica limpia, ambientándolos en lugares disímiles, pero siempre en función de expresar intensos conflictos y goces humanos. Por ejemplo: «Las nieves del Kilimanjaro», «Colinas como elefantes blancos» y «Los asesinos» ocurren en continentes diferentes y relatan maneras diferentes sobre cómo enfrentar el miedo.
Hay otro «perfil» de Hemingway que se recuerda y se reconoce menos: fue un escritor y un periodista que pudo potenciar y borrar las líneas divisorias entre los géneros narrativos de ficción y los géneros de no-ficción. En apariencia, hay una gran distracción por el efecto que produce su biografía extraordinaria: fue combatiente y corresponsal de guerra, le gustaban las corridas de toros y el boxeo, fue cazador, tuvo varios amores y algunos memorables, fue pescador de lujo y amigo de Fidel Castro y su revolución cuando todavía era reciente, bebió tanto para animarse como para derrotarse, y cuando no pudo más con todo eso y sus depresiones, se suicidó.
Sin embargo, esa dinámica y su histrionismo fueron, en esencia, necesidades de su escritura. Él vivía para experimentar los riesgos y los placeres que luego narraba, en primera o en tercena persona, pero haciendo de sus libros una traducción sensitiva y concentrada de la realidad. Y esa apropiación interpretativa de la realidad (Hemingway encarnándola, asimilándola y escribiéndola; no como espejo fiel stendhaliano, sino adaptándola a las exigencias de su estilo), lo alejó del realismo precedente del siglo XIX.
El realismo de Hemingway nunca entró en conflicto con el ideal romántico, como sí ocurrió en el canon recurrente. Su realismo estaba sustentado por una base empírica y otra conceptual, las dos transformadoras. Por eso su realismo era doblemente racionalista. Por eso, además, aunque arraigado en la etapa de la Modernidad donde tuvo que ser y obrar, su realismo es tanto o más deudor de la síntesis heredada del racionalismo kantiano y su criterio de «realidad» (suma de conceptualismo y empirismo), que una continuación del realismo de Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Chejov, Turgueniev y otros grandes escritores que él consideró sus maestros.
En resumen, su gran aporte en este sentido fue escribir sobre nociones de realidades diversas, sincrónicas, sucesivas e incluso divergentes; pero supeditándolas siempre al pragmatismo de su estilo.
Estilo dinámico
En el tomo 1 de la colección The Paris Review está compilada aquella entrevista que en 1958 George Plimpton le hizo a Hemingway cuando ya era un escritor consagrado, y él afirmó: «Cualquier cosa que uno omita pero conozca sigue estando en la escritura, y su cualidad aparece.
(…). A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará. Todo cambia a medida que uno avanza. Eso es lo que le da el movimiento que constituye el relato. A veces el movimiento es tan lento que parece que nada avanza. Pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento».
Uno de los libros donde él aplicó estos criterios fue en Las verdes colinas de África (1935). Y lo escribió «en un intento de plasmar un libro absolutamente verdadero, para ver si la forma de un país y el esquema de acción de un mes podían competir, si se los representaba verdaderamente, con una obra de la imaginación». O sea, había elegido previamente cómo subordinar la realidad a su propósito de narrar sin cruzar la línea divisoria entre la ficción y la no-ficción, pero sí quería dinamizar la veracidad de la historia y su ritmo mezclando recursos expresivos de dos géneros y dos redacciones diferentes: la novela literaria y la crónica periodística.
Hemingway se ocupaba y se preocupaba por el reto comunicativo, no por la ortodoxia literaria. Un ejemplo emblemático es París era una fiesta (1964). Este libro, genéricamente, incluso si él no fuese su autor, podría ser clasificado como unas memorias, como una novela autobiográfica de iniciación o quizás como una crónica de viaje. Pero es a partir de la lectura que ninguna de esas clasificaciones ni otras previas ni posteriores importan. Sí importa el efecto del estilo como capacidad comunicativa. Importa también, y mucho, que aunque fue su último libro, y lo escribió y corrigió en varias etapas, cuando ya estaba agotado y enfermo, logró una escritura amena y fluida, tersa por momentos; con un tono nostálgico pero sin solemnidades, como si cada capitulillo o retrato de sus compañeros de generación y de sí mismo fuese un canto para un coro de chismes deliciosos; otra manera de sacudir y alterar las relaciones entre la realidad y la ficción, como él mismo se encarga de aclararlo en el prefacio: «Si el lector prefiere, puede considerar este libro como una obra de ficción. Pero siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que antes fueron contadas como hechos».
Lo que no admite opciones, y forma parte de su desafío lúdico, es que la textualización de este libro implica sumar lo escrito con sus entredichos, anteriores y posteriores a su publicación, potenciados incluso con su muerte. Además, aunque el lector es incitado en el prefacio a optar por cómo quiere leer, el estilo ya ha fijado una propuesta y sus efectos. Y aunque falla un poco en el afán memorioso de los diálogos, funciona con solvencia en esa prosa de oraciones extensas, llenas de comas y conjunciones, incluso sin aparente concisión. Así el lector no puede ubicarse en un lugar tradicional: del otro lado de la diégesis narrativa y de la materialidad de la página. No, Hemingway, en su último proyecto lo quería ahí, en la butaca de enfrente, escuchando sus confesiones tiernas, maliciosas, indiscretas; pero tensando, extendiendo y hasta compartiendo el juego de la literatura.
Las verdes colinas de África no es el libro más representativo de Hemingway. Sí es un libro fundamental para comprender cómo él usaba y aceitaba sus armas de escritor. Entre esas armas, además de sus nociones estratégicas de la realidad, está su estilo dinámico. El argumento de este libro es muy simple: el propio Hemingway narra cómo y cuáles fueron sus cacerías durante un mes de safari en África, acompañado por nativos que trabajaban como guías y sumisos sirvientes (así actuaban y así él los trataba), otros hombres blancos y su esposa de turno.
Esa simpleza se sustenta en el poder de algo profundamente verosímil: durante el mes de caza hay días muy diferentes, subordinados al azar, llenos de ritmo y contrarritmo, con fortuna e infortunios, con grandes y sutiles hallazgos en la naturaleza. Hemingway narra lo que realmente ocurre, sin agregar situaciones efectistas para mantener la tensión narrativa ni forzar la atención. Precisamente, la tensión y la atención logradas se deben a una certeza construida: lo narrado sigue un orden y un ritmo impredecibles, como la realidad. No hay disparos ni presas de más. Lo narrado, incluso las indiscreciones y las acciones o expresiones políticamente incorrectas, no se deben a un juicio o desliz moral, sino a una elección estética: Hemingway como escritor evita manipular el poder de la omisión. O sea, estilísticamente se propuso hacer lo opuesto que en otros libros.
Si Las verdes colinas de África fuera comparado con un combate de boxeo, habría que decir que en la mayoría de los capítulos Hemingway habla de sí mismo de campana a campana. Y cuando su ego descansa un rato, sólo un rato, se ocupa de describir o narrar hechos de la naturaleza o intercala diálogos y reflexiones sobre la literatura y la cultura occidental, su cultura. África es apenas una extensión de su universo. Un lugar más donde pudo poner en práctica qué y cómo quería narrar.
Poder de síntesis
En aquella entrevista, Hemingway también le dijo a Plimpton: «Si un escritor deja de observar está terminado, pero no debe observar conscientemente, ni pensar de qué modo algo le será útil. (…) Pero más tarde todo lo que ve se integra a la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto.(…) Siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo que no sabe, habrá un agujero en su relato». Y estas decisiones en el estilo explican por qué no escribió la palabra «aborto» en el cuento «Colinas como elefantes blancos», y por qué esos dos hombres (pequeños además) que entran en el restaurante y se acercan al mostrador en el cuento «Los asesinos» no sacan un arma ni dicen desde el comienzo qué quieren y quiénes son. Al contrario: es a través de sus actitudes, sus acciones, su manera de hablar y comportarse cómo se construyen. A quién buscan y para qué lo dicen después, cuando ya la violencia y el miedo están haciendo efecto en los personajes y en el lector.
En Las verdes colinas de África el poder de síntesis incide principalmente en las expresiones declarativas que tipifican sentimientos y caracteres. Por ejemplo, mientras Hemingway compite con Karl, unos de sus compañeros blancos, por el tamaño y calidad de sus presas, dice: «Era el par de cuernos de kudú más grandes, anchos, oscuros, curvados hacia atrás y pesados del mundo. De pronto, envenenado por la envidia, no deseé volver a ver el mío; nunca, nunca lo vería». O luego, refiriéndose a ese país que nunca menciona por su nombre (Kenya, que visitó en 1933 y 1953), confiesa: «Aquí podría cazar y pescar. Esto, escribir, leer y ver paisajes es todo lo que me interesaba hacer». Y del mismo modo valora a los negros nativos que lo acompañan: «Podía sentir al anciano observándome con interés, pegado al techo del coche, mientras yo bebía (…). Y le regalé lo que quedaba de la botella. No quedaba mucho, nada más que la espuma y un poquito de cerveza».
Descripciones y diálogos
Podría parecer un error o un contrasentido, pero no. No por lo menos en el estilo de Hemingway. Esa capacidad de transformar la descripción y el diálogo en otras formas de narrar fueron dos de sus mejores armas. Y en Las verdes colinas de África pudo usarlas con más puntería que aquel fusil de dos cañones, calibre 470, y el otro, más liviano, marca Springfield, que usaba para cazar.
En este libro hay manadas de descripciones informativas, como esta: «Partimos conducidos por el hermano, que iba vestido con una túnica y llevaba una lanza en la mano, luego yo con el Springfield colgado del hombro y los pequeños prismáticos Zeiss en el bolsillo». También hay otras descripciones enciclopédicas, como la que hace de la hiena: «hermafrodita, devoradora de las partes muertas de sí misma, rastreadora de vacas parturientas, desjarretadora de jamones, potencial mordedora de los rostros humanos en las noches». También hay descripciones prosográficas de personas y paisajes. Sin embargo, hay otras descripciones que no ubican su objetivo en la información ni en el contenido visual de su encuadre, sino en el devenir múltiple de esa realidad vital donde Hemingway actuaba y narraba comportamientos. Por ejemplo: «Vimos aparecer la luna, arrojando una luz rojiza, como la de un cigarrillo, sobre las colinas parduzcas, y descendimos atravesando las luces que se filtraban a través de las rendijas de las chozas del poblado nativo, con las casas de barro cerradas, y los olores de las cabras y del ganado, y, después, atravesamos el arroyo y ascendimos desde la desnuda ladera donde estaba encendido el fuego, delante de las tierras de nuestro campamento. Era una noche fría y hacía mucho viento». En esta secuencia descriptiva hay varios niveles de percepción: lo que se ve (en plural: «vimos»), lo que se huele (el recuerdo del cigarrillo, las cabras y el ganado presentes), lo que ocurre (la aparición de la luna, el descenso de los cazadores, la llegada al poblado y luego al campamento) y lo que sienten los personajes durante el trayecto. En definitiva, en esta descripción, como en tantas otras de este y otros libros de Hemingway, él no se limita a componer simples postales; sino que aborda en una misma composición acciones, reflexiones, sensaciones, figuraciones y sentimientos: todo un tejido de relaciones que circula o aparece esporádicamente en el texto como una forma de narración. Para expresar acciones y participar del argumento, no sólo para aportar ambientación e informaciones.
Algunos de los logros característicos de Hemingway en la construcción de los diálogos fueron: a) No hay que plagar con acotaciones ni secuencias descriptivas ni explicativas aquello que podría ser expresado a través de lo que dicen, hacen y callan los personajes mientras conversan o discuten. Pues los diálogos verdaderos, o los que apuntan hacia la veracidad, se construyen con base en propósitos o conflictos (implícitos o explícitos), donde los personajes definen y defienden sus intereses, no sólo con palabras. Y cuando un diálogo funciona y los personajes son verosímiles, rápidamente el lector va comprendiendo quién dice qué, sin explicaciones innecesarias ni adornos retóricos. Eso que Raymond Carver (1938-1988) aprendió y aplicó muy bien en sus libros de cuentos, donde también Hemingway dejó huellas profundas, como esos caballos blancos del cuento «Si me necesitas, llámame».
b) El diálogo no es un juego de tenis o ping-pong, donde las palabras van y vienen por simple divertimento. Hay que tener en cuenta las pausas, las interrupciones, las superposiciones de voces, los contrasentidos, las exclamaciones y las interrogaciones, las dudas y todos los demás rasgos de la oralidad que también inciden en la construcción de la veracidad en la escritura; no como mímesis o reproducción del código oral, eso es otra propuesta, más vernácula, más folclórica y de otro realismo que a Hemingway no le interesaba. Un cuento como «Colinas como elefantes blancos» sin ese juego de tensiones (más importante que las palabras dichas) no sería nada. Tampoco serían nada esos diálogos antes, durante o después de cada cacería en Las verdes colinas de África, ni tendrían esa carga simbólica demoledora algunos diálogos entre Santiago y el muchacho en El viejo y el mar.
c) El diálogo no es para extender la narración ni para completarla, sino para narrar situaciones que tienen su núcleo de acción en qué dicen y hacen los personajes, no en el punto de vista de un narrador externo. Por eso el diálogo, si es orgánico, tiene una estructura y una progresión propias, también una curva de atención que no siempre hay que desarrollarla hasta que desaparezca el interés por lo que se dice, pues en las formas dialógicas hay otros mecanismos de cohesión y otras maneras de cargar de sentido el principio de cooperación y alternancia entre los interlocutores. Los malos ejemplos sobran, también los buenos, incluso los buenos cuentos de otros narradores norteamericanos que trataron de huir de la influencia de Hemingway. Uno de ellos fue J. D. Salinger (1919-2010), quien había leído sus primeros libros. Se conocieron en París, luego de la liberación de los ejércitos aliados, en agosto de 1944. Aunque Salinger prefería en silencio a F. Scott Fitzgerald (1896-1938), hay más de un vínculo literario y vivencial entre los libros de cuentos Hombres sin mujeres (1927) de Hemingway y Nueve relatos (1953) de Salinger.
Lenguaje vigoroso
Hemingway era, por gusto propio y así se proyectaba, un escritor enemigo del intelectualismo. Por eso en aquella entrevista le dijo a Plimpton una frase que en algunos ámbitos no se puede citar, pero que sintetiza la importancia de la corrección y otros rigores del oficio: «El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes». Y su detector y su genio indómito dejaron una obra que sobrevive a las modas literarias, los discursos de género, las campañas ecológicas, antidrogas y de cualquier otra índole.
Cuando se lee a Hemingway se reconoce el vigor de un lenguaje auténtico y excelso, algo más bello que una lengua bien escrita y depurada. Eso y sólo eso no lo debilita la vejez, las enfermedades ni un escopetazo en el cielo de boca. Eso sobrevive en cada reedición y sigue trayendo ritmo y gracia. Como en su último libro, cuando dice de una muchacha (o la gloria) que entra en un café donde él está bebiendo y escribiendo: «Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca más vuelva a verte (…). Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz».
Tomado de El País Cultural.