La imagen definida

“No hay verdad por encima de los hechos”. H. ArendtNo ha de interpretarse el curso del mundo a partir de nuestros deseos. Nada es

No hay verdad por encima de los hechos”. H. Arendt

No ha de interpretarse el curso del mundo a partir de nuestros deseos. Nada es tan cruel como la realidad para destruir nuestras más bellas ilusiones. No tenemos aun la fuerza suficiente para proclamar la vivencia de una nueva época. El acto enmarañado solo nos procura desconfianza.

En algún momento señaló Hegel que las dinámicas humanas constituían, al lado de acontecimientos, signos vehementes, elegantes gestos y vulgares ademanes del momento que viven. Sin duda nos es  fácil perdernos entre ellos, pues antes de interpretarlos, los vivenciamos apasionadamente confundiendo sus alcances.

Así pues, hemos confundido un signo con un  vulgar ademán, el cual, provocado por sensibilidades de deterioro y decepción, no cuenta del curso del mundo, sino tan solo del final de un periodo de vileza gubernamental.

Si bien hay particularidades asociadas tanto a los sujetos cívicos y actores que concurren en el momento, no hay nada en él que haga evidente un cambio radical en la conducta política, sino más bien su permanencia en el contínuum reductivo de la democracia a la simple elección del gobernante. La democracia es mucho más que eso. La concurrencia de voluntades y opiniones no es un simple ejercicio coyuntural.

Lo que muestra es la reacción de diversos grupos etarios a una sensibilidad compleja que no está dando lugar a su consolidación como conducta constante. El agotamiento del viejo ethos político ha coincidido con una percepción de deterioro real, que ahoga la estética de bienestar y progreso patrio. Manteniéndose el ciudadano con agrado en su mundo cívico por medio de ella, su sofocamiento produce conductas de protestas cívicas y de desprecio ante un mundo que ha perdido certidumbre y comodidad.

Si esta emotividad no se culturaliza, no habrá condiciones para su traductibilidad en una constante conductual. Así, la votación de más del 70 %, que tan solo legítima al actor electoral como tal, no es, ni será, legitimidad y apoyo a su gobierno. Es solo volatilidad electoral, provocada en parte por una reacción compresible dentro de la actual percepción ciudadana, capitalizada por Solís más por su actitud de sobrio académico, que de astuto político. Ello fue lo que dio lugar a un viraje de elegancia política como no lo había visto en años.

Como resultado inmediato de esa misma sensibilidad, la presidente Chinchilla hereda a la historia patria que una mujer no vuelva a acercarse a la silla presidencial, a no ser como primera dama, o bien concubina, o compañera sentimental, lo cual me parece que es su mayor logro.

Así, hasta ahora no hay ni un signo vehemente que lleve a afirmar, como imagen definida, la constitución de un nuevo tipo de ser ciudadano, como parecía a la distancia. Lo afirmable, a diferencia de ello, es la constitución de elegantes gestos de dinámicas particulares, más coyunturales que epocales, dentro de coordenadas de apasionamiento cívico.

Gestos de rostros enmascarados que en la calle exigen de una conducta presidencial otra, y de correcciones al deterioro del bienestar y progreso patrio. El problema es entonces lo que el curso del mundo constituye independientemente del gobernarte, la respuesta continuada del poder estatal: la vigilancia preventiva, sutil y totalitaria, limitante de la libertad de un espíritu que, sembrado de temor, no sabe aún cómo responder a la exigencia de qué hacer con su vida.

La dinámica cívica actual procura una recomposición estética y jurídica por encima de la fluidez de la acción apegada al derecho. Ello implica una resignificación de la democracia, desde parámetros novedosos como el plebiscito, la rendición de cuentas y los comités cívicos.

Pero la  exigencia se realiza desde una concepción de sujeto, debilitada por el salto de lo colectivo a lo individual. Trivializando así la protesta callejera, en vulgar espontaneísmo personalista que se graba y se sube sin mayor miramiento. El sujeto pasa, como vil individuo, a ser centro de propio espectáculo. Su acción se asocia a una destrucción enfermiza de lo privado, por participación de quien lo vive. Ofrece así la posibilidad de articulación de una vigilancia continua. Un totalitarismo sutil que no requiere del gran aparato burocrático, sino de la simple palabra clave digitada desde una terminal remota. De esta manera, la exigencia de otra forma de vivencia política permite el restablecimiento del curso del mundo, bajo la forma de vigilancia y censura preventiva.

La posibilidad de resignificación de la democracia nacional se diluye, ante la incapacidad gubernamental de proponer una nueva arquitectura del bien social.

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