Poco y frágil

En las épocas en que casi todo estaba prohibido para las mujeres, algunas, disfrazadas de hombres, acudieron a la universidad, ejercieron de médicas o

En las épocas en que casi todo estaba prohibido para las mujeres, algunas, disfrazadas de hombres, acudieron a la universidad, ejercieron de médicas o abogadas, se alistaron en el ejército… todo lo cual pudieron lograr en tanto no se las descubriera. El asunto por discutir no era si podían, sino si debían. El “si podían” estaba absolutamente aceptado que no, aunque se pudiera demostrar absolutamente que sí.

Mientras algunas cambiaban sus toquillas y miriñaques por casacas y redingotes para ejercer su libertad, otras, para escribir se ocultaban tras un nombre masculino. George Sand, George Elliot, Fernán Caballero, Currer, Ellis y Acton Bell, no eran sino las máscaras de virilidad que utilizaron Aurora Dupan, Mary Evans, Cecilia Böhl de Faber, y las tres hermanas Brontë. Querían evitar ser leídas con prejuicio. Ya en el siglo XX, Karen Blixen, una de cuyas obras sirvió de base a la película Africa mía, mandó sus primeros textos a las editoriales con su propio nombre, pero una y otra vez le majaban los dedos a portazos. Se le ocurrió un disfraz: camuflada como Isak Dinesen o como Pierre Andréze, entró en el mundo de las ventas.

Firmar sus textos como Ralph Iron fue la estrategia de Olive Emilie Albertina Schereiner para evitar los recelos que provocaban obras como la suya, en pro de la igualdad entre las razas y los sexos, temas “impropios” de mujeres. Luciano de San-Saor fue el camuflaje de la poeta ultraísta Lucía Sánchez Saornil al principio de su carrera, para obtener libertad temática. Cuando se supo que el autor del monólogo La infanticida, ganador de un concurso, se llamaba Catalina Albert, llovieron las críticas: ni el tema ni el tono eran aceptables para una Catalina. Probó a llamarse Víctor. Y así, como Víctor Català, se convirtió en uno de los nombres clave del Modernismo catalán.

Lo de tema y tono siguen contando todavía, y a tal grado que algunos autores de novelas románticas (cosa de mujeres) publican con nombre femenino. Emma Blair y Jill Sanderson son en realidad Hugh C. Rae y Roger Sanderson. Y si las novelas románticas parecen cosa de mujeres (al fin, sentimentalonas y bobalicoides según se las define) la ciencia ficción, los cómics y el humor gráfico se suponen producto acabado de la hormona masculina. En estos géneros firmar como mujer es lo mismo que echarse a un río con una piedra  al cuello. Por eso nadie sabía que uno de los más cotizados autores de ciencia ficción de su momento en los Estados Unidos, James Tiptree Jr. era en realidad Alice Bradley Sheldon. Ella contó que aquel nombre le parecía “una buena manera” de camuflarse. De igual modo, Consuelo Lago publicó durante 34 años en El Tiempo de Bogotá, usando con su apellido solo la C del nombre, por lo que durante todos esos años nadie imaginó que ahí no había un Carlos o un Camilo. Al comienzo de su carrera, la dibujante estadounidense Dalia Messick, creadora de la famosa tira cómica Brenda Starr, topó con roca porque “los editores creían que una mujer no podía dibujar”. Otra vez la magia del lenguaje convirtió a Dalia en Dale ¿y para qué más?

Según manifiesta la pensadora española Amelia Valcárcel en una obra de 1997, lo que las mujeres hasta entonces habían conseguido era frágil y era poco. De entrada esto parece una exageración, pero no lo es. Los libros sobre Harry Potter se venden como galletas y su autora se hizo millonaria en un pestañeo. ¿Y por qué cree usted que se firma J.K en vez de Joanne Elizabeth, que es su nombre? Porque su editor pensó que “los niños varones no estarían interesados en leer una novela escrita por una mujer”. Asumo que si Harry hubiera sido Harriet, habría ocurrido igual: gran pérdida para la autora, para las editoriales y para los niñitos debidamente patriarcalizados. A 16 años de la denuncia de Valcárcel, lo que las mujeres hemos conseguido sigue siendo poco y sigue siendo y frágil.

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