Crítica de cine Hamam: el baño turco

El cine de Turquía, como el de Irán, Egipto y la India, es ajeno a las pantallas nacionales, pese a la admiración que despierta

El cine de Turquía, como el de Irán, Egipto y la India, es ajeno a las pantallas nacionales, pese a la admiración que despierta en los festivales europeos y norteamericanos. La Sala Garbo, que desde hace un cuarto de siglo rescata obras valiosas para nuestros ojos agradecidos, ofrece la apreciada ópera prima de Ferzan Özpetek, quien a los 17 años dejó Anatolia para vivir en Roma, donde se forjó como cineasta.

Con cariño y nostalgia imaginó, a través de su protagonista, un viaje de regreso de la Italia moderna al viejo Estambul, puente de continentes.

Un joven arquitecto soporta su insípido matrimonio y el hábito laboral. El azar lo lleva tras las huellas de una tía olvidada que le hereda el baño turco que regentaba en la mágica ciudad mediterránea. Su idea es vender rápidamente el deteriorado edificio y regresar; sin embargo, allí descubre un mundo inesperado que el filme devela poco a poco, discretamente.

Es la vida cotidiana de la familia que lo acoge con entusiasmo; el deleite primario de la comida cuyos olores y sabores penetran por doquier; la riqueza de la música que establece los ritmos vitales; la tradición del baño turco que libera cuerpo y alma; la sensualidad que lo envuelve todo: «al entrar en los baños, ser parezco/un amante en el seno de otro amante» (Ibn al-Zaqqaq). Es un viaje de norte a sur, una mirada cómplice a la molicie oriental, un encuentro con lo femenino en todo y en todos.

Cuando su esposa desencantada lo busca para saldar cuentas, encuentra a un hombre distinto y más atractivo, con una pasión que la sorprende y una forma de ser que la cautiva.

Como en algunas obras de Bergman, un viaje fortuito propicia el descubrimiento interior. Mediante las cartas de la tía que él va desempolvando anticipa un recorrido que lo lleva de la rutina fría que lo secaba al encanto de un ambiente lleno de energía y gozo. Y luego, él mismo, se convierte en guía de nuevos peregrinos del alma. Es un canto al calor del hogar visto no como prisión sino como entramado de afectos y placeres elementales. Como en el romanticismo, el paraíso es más un anhelo que una conquista y el sacrificio se impone. No en vano está ese otro mundo que mueve el dinero, su violencia, que nos recuerda «Torch Song Trilogy», subraya el hallazgo, truncado, de una vida plena.

Si bien el relato sigue los pasos de una guía turística, su contenido es otro. No la colección de sitios memorables, vistos desde fuera, sino la atmósfera que seduce y convierte; la textura de un sentimiento. El baño, realidad y metáfora, purifica, nos vuelve elementales -dice-, y allí el cuerpo se despliega sin temor para el deleite erótico.

Es suficiente la técnica correcta del filme. Y si no matiza más los sugestivos personajes secundarios es porque los ve como piezas de una orquesta afinada, de un ambiente que  halaga con su dulzura, de un estilo de vida que reta a repensar el del espectador. Con una sencillez solo aparente, sin vulgaridad alguna, es un filme delicioso, íntimo, que inspira y deja mucho para meditar.

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