Pero la imagen es engañosa. Si se habla con las personas que sufrieron esta guerra surge el shock, la traumatización, la rabia. «Las últimas dos semanas y media, desde que comenzó la ofensiva terrestre israelí, no dormí ninguna noche», dice Ahmed, el taxista que transporta a un periodista de dpa desde el paso fronterizo del norte del enclave palestino a la ciudad de Gaza.
Los ojos enrojecidos de Ahmed denotan las noches en vela por los bombardeos. En su localidad natal, Beit Hanun, ve cómo las casas fueron destruidas por bombas o granadas. Cerca de la frontera con Israel la ofensiva terrestre dejó además una gran devastación.
El más afectado fue el vecindario de Shujaiya, en el este de la ciudad de Gaza. La zona prácticamente se alcanza a ver desde la frontera israelí. Allí, calles enteras quedaron reducidas a escombros y cenizas.
Ahsraf Dueima, de 28 años, volvió este martes por primera vez a su casa, como tantos otros habitantes de Shujaiya. Tras el inicio de la ofensiva terrestre israelí el 17 de julio su familia se refugió en una de las escuelas de la ONU. En espacios estrechos se estableció el alojamiento provisional para más de 250.000 refugiados de guerra.
Del edificio de tres pisos en la calle Bagdad no quedó más que un montón de escombros. Con ayuda de dos parientes, Dueima buscó entre los restos de la vivienda para encontrar algo que se pueda aprovechar. En su combi guardó un par de colchones, mantas, ollas y una heladera que milagrosamente aún funciona.
El vendedor de relojes y padre de cuatro niños mira una y otra vez a la pila de escombros que hasta hace poco fue su hogar. «¿Qué debo pensar de una tregua? Esto lo hizo Israel ¿Cómo puedo confiar en Israel?». Dueima cree que los palestinos están condenados a morir de a poco. «Sin luz, sin agua, sin hogar, sin vida digna», asegura, amargado.
En el centro de Gaza, a pesar de que volvió a haber movimiento, el ánimo de la gente no es el mejor. Ali Bassem, de 37 años, tiene una tienda de implementos para el hogar que está llena de mercadería, no porque Israel haya levantado de pronto las limitaciones al tránsito de mercancías, sino porque en estos tiempos nadie compra este tipo de cosas.
«La gente gasta su dinero sólo en los alimentos más necesarios. Yo sólo tengo egresos y ningún ingreso», se queja Bassem. «Esta guerra me costó 15.000 dólares».
La maestra Rim Attala pasa junto al negocio, pero tampoco compra nada allí. «Esta fue la etapa más horrenda de mi vida», dice sobre las semanas en constante miedo por las bombas y granadas. Esta madre de cinco niños espera que la tregua de 72 horas se convierta en algo permanente. «Lo que vivimos hasta ahora es suficiente».