De la grosera decadencia

Este mundo es ya otro. Su dinámica relega tan pronto al hombre que no lo percibe sino hasta el momento en el que no sabe

Este mundo es ya otro. Su dinámica relega tan pronto al hombre que no lo percibe sino hasta el momento en el que no sabe cómo realizar aun la más rutinaria actividad.

Hace tan solo un par de décadas envejecer era un cierto privilegio rodeado de prestigio y respeto, hoy es una condena que nos lleva al extremo de no soportar aun la propia decadencia. Derrotada por los tiempos y displicencias el alma se hunde en amargura y pasa el tiempo entre rabietas. Quien antes era centro de miradas, es ahora sombra ignorada en la esquina del salón.

El hombre debería morir cuando aún le hace falta mucho por vivir. Cuanto tiempo antes como sea preciso para no despertar en otros la denigrante lástima y no excitar su grosera misericordia.

La existencia transcurre entre épocas forjando un saber propio entre vivencias. Hoy ese saber no enseña a otros. La prisca sabiduría del anciano no comporta alguna solución efectiva a los apremios del presente. No es tampoco adecuada actitud hacia la “vida”. Como las articulaciones que constituyen el soporte de los tiempos no se repiten, no se pueden solucionar ya los apuros de la existencia del mismo modo como se hizo antes. Cae sobre el alma una condena inevitable en este mundo: el viejo sobra en todo sentido.

Ese desprecio no es fruto de incomprensión, capricho, desapego, es más bien una vivencia generacional provocada hoy por la dinámica de la realidad capitalista saturada de fetichismos y exclusiones. Asociando que hoy el tiempo de trabajo necesario se ha reducido a 30 minutos, es resto es plus-trabajo; a que la edad de retiro en los países capitalistas centrales ha bajado de 50 a los 40 años; y finalmente que en el capitalismo actual no ha cambiado la reducción del ser humano fuerza de trabajo, ni su valoración como poseedor de capital, es fácil entender la emergencia de esa sensibilidad que sanciona lo longevo.

En el sistema mundo capitalista vincularse con otros es sinónimo de convertirse en centro de sus miradas. Transcurrimos así nuestros tiempos deambulando entre relaciones efímeras. Los vínculos humanos que constituyen tan solo un roce fugas entre personas que son al final anónimos.

Mediando nuestro ser con objetos apropiados por su marca o por una fulgurante publicidad, el contenido de nuestras relaciones adultas de filiación no es más que un simbolismo social evocador de la posesión dinero. La presencia social se ha vaciado hasta transformarse en un vulgar desfile de pasarela.

Las mercancías han desplazado la necesidad básica de bienes. Lo valioso es hoy aquello que adorna la existencia, no lo que satisface nuestra vida. Las superestructuras de valoración e interpretación conductual vigentes han impuesto en el espíritu del hombre una actitud que lo lleva a corporalizar elitismos.

Víctima de relaciones que se establecen por cálculo de benéfico, nuestra alma se ha conformado con entender como natural lo que no es sino moralmente bochornoso. Los fetiches del capital han desplazado la centralidad del ser humano.

Con ello la vinculación humana se compone a través de áreas de estatus excluyentes. Unos miran a otros de manera despectiva. Sus logros en la vida se reducen a meras ilusiones de figuración y fama. La imagen sustituye a la persona provocando sensibilidades fugaces. Las relaciones interpersonales se trastocan al ver de reojo a quien no posee; y con envidia a quien ostenta. Se profundizan las exclusiones sociales con las simbólicas. El desprecio se enseñorea del otro. La ostentación se transforma en visualización de lo que se es. El vivir se constriñe a poseer dinero. Las expectativas sobre la existencia se vacían. La figuración se convierte en forma de vida y el alma se resiste a abandonarla.

El capitalismo llega así a un punto máximo de distorsión de la inteligencia, la ideología no es ya falsa consciencia, sino adecuación a una realidad fetichizada. Víctima inmediata de ello es el anciano.

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