El mito de la democracia, un comodín de la derecha

Sin haber hecho jamás de la democracia una efectiva profesión de fe, las viejas elites políticas y señoriales de la región han sabido sacarle partido

Sin haber hecho jamás de la democracia una efectiva profesión de fe, las viejas elites políticas y señoriales de la región han sabido sacarle partido a un ejercicio retórico muy hábil, según el cual se atribuyen el patrimonio y las virtudes republicanas de la democracia formal, dejando para sus adversarios los peores calificativos que van desde antidemocráticos, totalitarios hasta populistas o fuerzas extrañas que perturban el orden político y social. Las fuerzas populares organizadas y sus dirigentes no siempre han logrado comprender la importancia de estos juegos retóricos para perpetuar la dominación.

De esta manera, los adversarios del general Juan Domingo Perón cuyo derrocamiento logran materializar, a partir de septiembre de 1955, llamaron a su movimiento triunfante la revolución libertadora, que fue en realidad un régimen consagrado a perseguir y a  destruir al importante movimiento obrero de filiación peronista, con episodios cruentos como los de junio de 1956, cuando el general Juan José Valle junto con otros militares y civiles intentó revertir el proceso mediante un alzamiento armado. Los hechos le costaron la vida al propio General Valle y a un grupo de compañeros suyos. La revolución libertadora se había convertido en la revolución fusiladora como la llamó el escritor y periodista Rodolfo Walsh (1925-1977) en su impactante obra «Operación Masacre». Ediciones La Flor Buenos Aires 2001.

Los rasgos autoritarios y de naturaleza contradictoria del régimen del Estado Novo del presidente brasileño Getulio Vargas, con sus veleidades fascistas, especialmente durante su primera etapa que culminó en 1945, no excluyen el hecho histórico esencial de que representó la modernización y el ascenso protagónico de los sectores populares en la vida política brasileña, un proceso que se acentuó durante su segunda etapa durante los primeros años de la década de los 1950 y que culminó con el suicidio del presidente Vargas, en 1954, acosado por los poderes oligárquicos e imperiales. Sus sucesores, los presidentes Juscelino Kubitschek y Joao Goulart fallecieron en el exilio, al que se vieron abocados a partir del golpe militar de 1964 con que la derecha buscó cortar de raíz las grandes expectativas de los sectores populares, sus decesos ocurrieron en circunstancias nunca del todo aclaradas, hacia finales de los años setenta.

A pesar de la presunta adhesión a la democracia formal que caracterizó el discurso de la derecha regional, desde finales de la década de los cuarenta, dentro de un cínico discurso anticomunista de guerra fría que servía tanto para satanizar al llamado populismo como también a los partidos socialistas o comunistas, descalificando así a toda la izquierda variopinta de la región, con el pretexto de defender una democracia en que la que, como decíamos supra, jamás creyeron. Durante este período de más de medio siglo resulta innumerable la cantidad de dirigentes y militantes de organizaciones populares que fueron asesinados, desaparecidos, torturados u obligados a tomar el camino del exilio.

En el caso de los presidentes latinoamericanos que se atrevieron a salir de la disciplina establecida por el totalitarismo imperial de la derecha, sucedió, como nos recordaba hace algunas semanas el sociólogo argentino Atilio Borón, que casi todos, con la excepción del dominicano Juan Bosch y el guatemalteco Jacobo Arbenz, fallecieron no precisamente de muerte natural, tal y como sucedió con Jaime Roldós, Salvador Allende, Omar Torrijos, Juan José Torres, Joao Goulart y otros que fueron víctimas de la violencia implacable de una derecha regional, la que carece por completo de vocación democrática alguna.

El derrocamiento del presidente chileno Salvador Allende y la destrucción sistemática de la obra social, construida como resultado de los mil días de la Unidad Popular Chilena, se caracterizó no sólo por el uso de la violencia más cruenta, sino por la supresión de toda la institucionalidad democrática del país.

 

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