La madurez y la salud de un país no se miden por los índices sanitarios, ni por el sistema de
gobierno, ni por la tecnología que use, ni por el PIB que ostente. Tampoco por la cantidad de profesionales o deportistas de primer nivel que le represente, o las empresas y productos que exporten. La madurez y la salud de un país están marcadas por el quehacer creativo de sus habitantes y la gestión cultural a dicho quehacer, que va más allá de las artes y las letras y tiene que ver con los derechos fundamentales, los modos de vida, los valores, tradiciones y creencias.
Desde este punto de vista, toda gestión y asignación de recursos en el sector Cultura debería ser tomada como una inversión directa a la salud del país y no como una carga con la que tiene que lidiar un gobierno. Sin embargo, es tema recurrente en todos los ámbitos del globo que cada vez más los gobiernos con crisis financieras o sin ellas, van recortando dichas asignaciones y programas de acción, y les van exigiendo al quehacer cultural que sea auto sostenible.
Juan José Millás en su artículo Un ataque político a las formas de vida (http://cultura.elpais.com/cultura/2013/12/25/actualidad/1387989932_163299.html), desarrolla esta problemática. Cada intento de pesar o clasificar las diferentes manifestaciones culturales individuales o colectivas en útil o inútil, caro o barato, popular o impopular, solamente es hecho con la intención de “ahorrar” y de hacer “más eficiente” el “gasto” en cultura, sin entender que la inteligencia emocional del país se verá afectada irremediablemente.
Hace pocos años en Centro América se desarrolló una asesoría y me perdonan la referencia, pero el nombre del proyecto es largo: Ecosistemas de Información Compleja (ESIC), Construcción de Sistemas de Información Cultural, Estudios de Prácticas y Hábitos Culturales y Sistemas de Indicadores en Centroamérica (http://si.cultura.cr/images/documentos/publicaciones/Informe_Diagnostico_ESIC.doc). Cuando supe del proyecto, me cuestioné si alguien al fin había logrado ponerle métrica al alma, el valor monetario a una emoción o clasificar y contabilizar un estilo de vida, según el decir de Millás.
El proyecto se me antoja temerario, ya que no sólo se limita a la catalogación georeferenciada del patrimonio o los bienes muebles o inmuebles, sino que habla de un módulo para inventariar al público, sus hábitos y prácticas culturales, donde “su fin último es detectar aspectos cualitativos de los públicos, de modo que la información pueda contribuir al diseño o mejoramiento de programas de atención, a garantizar el acceso a las distintas ofertas de programación cultural, que estarían entonces enfocadas a los intereses de las distintas poblaciones, a sus necesidades y deseos reales”.
En otras palabras, una máquina sería la que defina las necesidades y deseos reales de la población, y la que dictaría qué quehacer cultural será relevante para el país.
Otro módulo se encargaría de poner en trazos económicos “la actividad” cultural, hasta poder concluir “el impacto de la cultura en el Producto Interno Bruto (PIB)”. El quehacer artístico y cultural reducido a la maquila.
Saque cada quien sus propias conclusiones.