Zafra, cosecha de sudor y fuego

En Guanacaste, en las noches de zafra llueve ceniza; en los días, el sol no da descanso a los trabajadores de los cañales.

En Filadelfia, Guanacaste, en las noches de zafra llueve ceniza y el aire caliente sofoca a los forasteros. A las ocho de la noche, la brisa del verano arrastra ráfagas intermitentes con diminutos trozos de papel carbonizado, que se deshacen y se acumulan en las casas, las salas, las cocinas, cubriendo el mundo con una alfombra de grafito.

La lluvia de carbón viene de los cañales incendiados que alumbran los bordes de noche con un brillo suave. La acumulación de jornadas extenuantes sin beber suficiente agua, entre el sol, el humo y las cenizas, es sospechosa de causar una epidemia de enfermedades del riñón que diezma a trabajadores en zonas productoras de caña.

Filadelfia es una ciudad rodeada de cañales y en época de corta, entre diciembre y abril, es una ciudad rodeada de fuego. De las plantas sobreviven solo las espigas, que conservan el preciado jugo de azúcar.

El 17 y 18 de febrero, cuando el Semanario UNIVERSIDAD quiso retratar la vida de estos trabajadores, en los cañales no hubo descanso. El sol de Guanacaste calcinó incesante, sin nubes que detuvieran su golpe en las espaldas de los cientos de hombres que avanzaban al ritmo de sus machetazos.

En el surco, los peones se envuelven en abrigos y camisas de punto grueso, se enguantan y se calzan con botas de cuero o hule, para evitar que un tajo mal asestado y los rayos de sol se les clave en la carne.

Al inicio de la faena dejan motetes de agua y comida empacados en alforjas de lona, o dentro de algún bolso raído, al pie de su hilera de caña. Cada cierto tiempo se devuelven para beber un trago y acercar sus pertenencias al punto de avanzada. Aunque sin una sombra en hectáreas a la redonda no hay descansos; sólo pausas.

Los recogieron en Liberia, en la madrugada, a eso de las 2:50 a.m.  Les tomó dos horas llegar a las plantaciones de Bagatzi, en el cantón de Bagaces.

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Durante gran parte del trayecto la caravana de autobuses Blue Bird amarillos recorrió un camino paralelo al río Tempisque y los incontables canales que riegan los terrenos agrícolas cercanos al coloso guanacasteco.

El cauce era débil, desnudando bancos de arena y moluscos podridos. Los vecinos culpan a las gigantescas bombas de agua de los ingenios y los vados provisionales por donde cruzan los camiones repletos de caña durante toda la zafra.

Al llegar al cañal previsto para la jornada, los cortadores bajan de los viejos autobuses con prisa, en una escena similar a un desembarco, excepto que la tropa, en lugar de fusiles, sostiene un arsenal de fierros rudimentarios en una mano, y en la otra un bulto con garrafas de agua y un almuerzo. Los más precavidos llevan dos machetes; ha de ser un problema si la única herramienta de trabajo se rompe a mitad de la nada.

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Es un lunes. El dueño de la plantación habla con los capataces, ellos asignan los cortes del día. La hilera de cañas sembradas en línea recta aguarda a quienes la arrasarán en parejas.  Al frente, una procesión de maquinaria pesada marcha hacia el cañal colindante para cargar la cosecha, apilada en líneas rectas, para llevarla al ingenio.

A más de 200 kilómetros de distancia, en La Luisa, un pequeño distrito en Alajuela, los cañales alzarán llamaradas durante casi todo el día. El director de la diminuta escuela que hay en este asentamiento dice que el humo que nubla la escuela es casi una rutina durante la zafra. Parece que el evento se toma con cierta normalidad; “Ah sí, desde mi oficina se ven las quemas de allá”, comenta Ileana Ramírez, encargada de otorgar los permisos de quema en el vecino cantón de Grecia.

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La quema de miles de hectáreas de caña de azúcar sólo requiere la inspección previa del terreno y la firma de un funcionario. Dentro del reglamento que regula esta actividad, no se exige ningún estudio de impacto ambiental en las solicitudes.

De hecho, este reglamento llega incluso a contradecirse: en uno de sus artículos, se obliga al MAG a pedir criterio técnico al Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinaes) cuando los terrenos por quemar estén contiguos a: “reservas forestales, zonas protectoras, parques nacionales, reservas biológicas, refugios de vida silvestre, humedales y monumentos nacionales”. Y  en otro prohíbe la quema de zonas aledañas a  terrenos forestales, zonas protectoras, parques nacionales y refugios de vida silvestre.

En Bagatzi, una mujer bajó de los camiones como cualquier otro peón. Solo la distingue su rostro, el contorno de su cuerpo quedaba diluido por las capas de ropa, las botas y la gorra. El encargado de asignar los cortes se le acercó y le prohibió trabajar. La zafra es un desafío de resistencia que no admite mujeres.

José y Francisco tienen unos 50 años y sus caras curtidas y secas delatan que han pasado casi toda su vida en la zafra. Conversan mientras arrasan su “calle”. A mediados de febrero todavía se habla de quién será presidente; José fue a votar, y Francisco se abstuvo. Ha perdido la fe en la política; dice que, gane quien gane, a él no le ayudarán.

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Un capataz les llama la atención; la fila de José y Francisco está rezagada. Los señores intercambian miradas sarcásticas y prosiguen su trabajo.

Ellos esperan recibir ¢20 o ¢25 por cada metro de caña cortado y acomodado. Para cobrar ¢10 mil al final del día, cada persona debería cortar al menos medio kilómetro de cañal. “Hay gente que no bebe agua por terminar rápido; eso es lo que los jode”, explica don Federico, que vino desde Nicaragua para aprovechar la zafra tica.

Afuera de una humilde casa de tablones viejos, sentado en una mecedora, está Rigoberto, que trabajó en su primera zafra a los 20 años, y ahora tiene 57. Rigoberto no puede salir de su hogar, padece la misma insuficiencia renal que aqueja a 112 de cada 100 mil guanacastecos; la tasa de problemas renales más elevada del país.

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La Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) investiga las causas de este fenómeno, y prefiere no brindar datos preliminares hasta recopilar suficiente información. Para Rigoberto no hay otra razón más que la insolación que impone el cañal.

Perder el trabajo es un riesgo que estos hombres no se pueden jugar. No se exige, ni se reclama. Las quejas se quedan en la tertulia de los peones. Sobre todo cuando los procesos de corte con maquinaria industrial abaratan los costos de producción de los grandes ingenios y les ahorra la molestia de quemar sembradíos y emplear a los cortadores.

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Cientos de cuadrillas que acuden a la zafra en la zona norte están suspendidas en un limbo laboral, donde la única alternativa para subsistir es someterse a lo que posiblemente les quitará la vida. “Es lo que hay, mi hermano. ¿Para dónde agarra uno? Es lo que hay”, dice Francisco, despegando la mirada del suelo y fijándola en la hilera de caña que ha cortado. Los ojos vuelven abajo cuando el viento con sabor a tierra se reanima. Son las 9:00 a.m. y la jornada no terminará hasta el mediodía.

Los peones, todos teñidos de negro de la cabeza a los pies, suben a los camiones con calma, casi resignación. El sudor y la ceniza forma un almizcle que convierte a peones agrícolas en labradores de minas o extractores de petróleo.

Las conversaciones no cesan, y se escuchan algunas risas, pero la mayoría contempla el campo, en silencio. Tal vez el próximo año no volverán a esa finca, tal vez el próximo año las máquinas hayan llegado a reemplazarlos, tal vez sus riñones… pero ahora, tiznados y sedientos vuelven a la barraca, la zafra es su oficio y también su forma para ganar y perder la vida.

 

 


 

Fallos renales son una epidemia en Guanacaste

 

La provincia de Guanacaste presenta la mayor cantidad de problemas por insuficiencia renal crónica en el país: 112,9 por cada 100.000 habitantes, y quien le sigue es Cartago, donde la tasa apenas llega a 43,8.

La insuficiencia renal implica para quienes la sufren una dependencia de por vida de una máquina de hemodiálisis, que cumple las funciones del riñón. Por día, el servicio de hemodiálisis del Hospital México atiende entre 30 y 35 personas de las cuales, cerca del 30% vienen de Guanacaste. La mayoría son trabajadores agrícolas con edades entre 30 y 50 años de edad. El tratamiento para cada persona toma casi 4 horas.

A inicios de 2014 hubo una renovación en el equipo de hemodiálisis. Sin embargo, el número de pacientes que pueden atenderse por día, básicamente es el mismo, según Manuel Cerdas, jefe de nefrología del Hospital México.

El agua es insuficiente para sobrevivir la zafra. La Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) ha recomendado al sector cañero soluciones hidratantes preparadas, como medida estándar para reducir el impacto de la corta de caña en la salud, pues el agua no provee todos los nutrientes que las personas pierden en los cañales.

La Caja también aconseja incorporar recesos de 10 minutos bajo sombra por cada hora de zafra, pero desconoce si estas medidas se han acatado. Lo que el consejo médico ignora es que los trabajadores ganan entre ¢20 y ¢25 por metro de caña cortado y los recesos a la sombra afectarían su paga.

Cerdas admite la situación riesgosa que corren, especialmente, los peones de pequeños contratistas, dado que estos son mayoritariamente indocumentados y los órganos de salud no tienen control sobre éstos.

Aunque la Caja todavía no tiene datos concretos del porqué de este daño crónico, Cerdas supone un nexo de los fallos renales con el trabajo agrícola, debido a las temperaturas en el campo y las reiteradas deshidrataciones, y lo califica como “epidemia”.

Este problema que afecta la región Chorotega se extiende por Mesoamérica, en la franja del Pacífico, con los principales daños en Nicaragua y El Salvador.

Para el especialista, si la causa fuese alguna sustancia tóxica, los afectados tendrían  manifestaciones en todo el cuerpo, y no sólo en el riñón; además, señala que muchos trabajadores con problemas renales no han tenido contacto con herbicidas.

La Caja espera esclarecer las causas directas de esta crisis en setiembre de este año, a través de una investigación que inició a principios de 2013 y continúa en etapa de recolección de datos.


 

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